27 de septiembre de 2018
Leo el periódico sentado al sol mientras paladeo un café con leche. Ha habido tantas cosas que me he prohibido por miedo a la escasez, por timidez o por un sentido de la disciplina radical que reconozco en la hosquedad de mi padre y en la fría economía mundana de mi madre. Cada pequeño placer, cada desvío de la rutina ahorrativa de la familia era observada como un tara, un defecto, un pecado original que mostraba ante los demás la mácula indeleble, sobre la frente, de un hedonismo perverso. Y ahora, tan tarde, me dejo acariciar por el sol aún fresco y leo las noticas con un placer tan grande que me remuerde ligeramente la conciencia con un doble cosquilleo de satisfacción al tener que forzarme a bajar a la plaza, a sentarme solo en las sillas de aluminio de este bar aún dormido, a pedir mi desayuno al camarero desconido que me atiende.
Cuántas cosas absurdas me he prohibido a lo largo de estos años. La carne magullada de mi cuerpo ha padecido más que ha disfrutado. He visto en la felicidad y la alegria un signo de debilidad y en la belleza una atracción lícita solo si era contemplativa. Y los días se me han ido sucediendo con una torpe rapidez de náufrago solitario en medio de la masa embrutecida de la ciudad inhumana.
Pasan los niños de caminos a la escuela e intento recordar cómo era yo a esa edad y me vienen apenas ráfagas oscuras: frio, miedo, silencio, ese silencio que se desprende de los secretos, de las ideas demasiado libertarias para expresarlas. Veo a mi padre sentado en su butaca, con algún libro barato entre los dedos. Se podía leer, si, pero no demasiado, que no se despertase la curiosidad por otros horizontes, que no llamase la atención de nadie por tener ideas, porque tener ideas propias era peligroso. Ahora, en cambio, la gente no tiene ideas propias porque no quiere, o porque no las necesita, o porque los han castigado demasiadas veces en el “banco de pensar” y han asociado ese hábito con la tortura de la soledad y la discriminación.
La piel de la ciudad se resquebraja bajo el influjo implacable de esta luz que tatúa ramas, barandillas y torres sobre el asfalto. Respiro y me sorprendo de estar haciéndolo. Nunca pienso en ello. La ingeniería imperfecta de mi cerebro se ocupa de mantenerme vivo sin mi concurso, me entretiene, me retiene, se niega a claudicar. Huele a tierra mojada. Alguien ha comenzado a regar la tierra reseca y se desprende de ella algo así como una promesa de otoños prolongados que me recuerda a los primeros jerséis de lana de la temporada, a las lluvias que calaban mis zapatos demasiado gastados, de camino al colegio, a las tardes plomizas, sentado frente al encerado frente a un maestro de cabello engominado y gesto torvo que repetía una y otra vez las verdades inmutables del Régimen. Y extrañamente me parece haber s8do feliz. A pesar de todo, a pesar de la estrechez, de la angustia, del miedo, de la soledad y del silencio. No puedo saber si este recuerdo es otra trampa de mi memoria para hacerme sentir bien pconmigo mismo o si es el testimonio notarial de un hecho irrefutable, pero me conmueve y me apacigua sentir este destilado del recuerdo. Me deja en paz conmigo mismo y, tal vez, esa es la idea, el cerebro nos reescribe los recuerdos una y otra vez hasta ajustarlos estrictamente a aquello que necesitamos. Sin prejuicios. Igual que la historia se cuenta siempre desde la perspectiva inmutable de los vencedores, los recuerdos deben ser siempre victoriosos.
G.M.
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