21 de septiembre de 2018
Hoy he decidido seguir la estela de la noche mercenaria, oler las pieles usadas, acariciar su carne tumefacta, repetir los ritmos marinos e insidiosos- tal vez por última vez - que nos saltan del vientre. La calle cálida se resentía de paseos clandestinos. Los cuerpos se ofrecían, jóvenes o viejos, mórbidos o firmes, en las esquinas, seguidos de cerca por las miradas torvas de hombres invisibles. Y ahí estaba ella, abrigada por las estrellas de la química que navegaba por su sangre y la mantenían en pie, anestesiada y frágil, sobre sus tacones imposibles. La miré despacio, como se mira un producto en el mercado, antes de decidirse a comprarla y por fin me adelanté y le hablé. Ella solo contestó a media voz una cifra irrisoria por poseer su juventud maltratada y nos fuimos calle abajo hasta una pisito mínimo y sucio donde Ella se bajó la blusa y se subió la falda triste ante la cama taciturna ofreciéndose en un sacrificio cósmico mil veces repetido; y yo sentí como mi alma se encogía y mi cuerpo se burlaba de mis estúpidas pretensiones de viejo moribundo.
Hurgué en mi cartera y dejé algunos billetes sobre la cama deshecha. Bajé la escalera oscura con la náusea apretada en la garganta en un nudo entre la vergüenza y el asco.
Apreté el paso entre la gente. No se me escapó la mirada burlona y negra de uno de esos hombres invisibles que rondan a las putas y corrí hasta aquí, hasta mi ventana de farero para recuperarme de la infamia.
G.M.
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