He debido estar durmiendo al menos veinte horas. No recuerdo haber soñado en ningún momento. Ha sido un descanso negro y profundo como una piedra. Al despertar de nuevo en el hospital me he reconocido como un náufrago. Los recuerdos me llegaron a girones. He leído las pocas cosas que anoté en los días precedentes y me cuesta reconocerme en ellas. Son extrañas, fascinantes, alucinadas.
El médico pasó a visitarme hace unas horas. Me habló de una dolencia cardiaca que impuso una operación urgente para salvase la vida, pero no supo darme respuesta a cómo llegué hasta aquí. Quién me trajo. Yo no recuerdo haberme sentido enfermo. Mi último recuerdo, como ya escribí en mi cuaderno, alucinado entre calmantes, es estar sentado junto a la ventana, en silencio, mirándola a ella. Y ahora pienso qué estará haciendo, a qué dedicará esta mañana ligeramente más fresca de septiembre. Tal vez habrá ido a trabajar o estará haciéndose el desayuno, casi desnuda, mientras escucha una emisora de radio babeante que se derrama por la ventana hacia la calle.
Las horas aquí pueden ser largas. Voy a pedir que me traigan algún libro. La televisión, según me han dicho, se alimenta con monedas, como una hucha voraz que arranca el tiempo de las pupilas, hora a hora, minuto a minuto, con un suave tic-tac de metrónomo cruel, irreverente en la sacrosanta blancura de la enfermedad aterrada.
Qué puedo hacer sino pensar, a través de estas páginas, sobre mi propia vida alucinada. Me pregunto qué pensaría Emilio, mi Emilio de papel, mi personaje amputado por mi pereza y mi impericia que no logra saltar a la vida. Seguramente él se quejaría, llamaría impertinentemente al timbre del servicio de enfermería para que le aclarasen todas sus dudas y después rezongaría airadamente durante horas esperando que pasara el tiempo. Pero yo no soy Emilio, sólo soy yo, sentenciado a unos días de reclusión menor en un hospital tan impersonal como cualquier otro. En breve me escupirán a las fauces de mi soledad doliente, después de haberme salvado de los dulces brazos de la parca sin mi consentimiento, y me dejarán morir en la soledad de mi casa insomne. La humanidad deshumanizada de la humanización clínica. En el mundo de hoy hay que ser feliz por decreto y hay que sobrevivir por ley aunque tu cuerpo y tu mente ya no lo deseen. A qué rincón me llevarán después, aún no puedo siquiera imaginarlo.
G.M.
No hay comentarios:
Publicar un comentario