Texto publicado en el número 211 de la revista Paisajes, en mayo de 2008. Revisado y corregido en junio de 2009
Había sufrido otro largo día de rutina aplastante, de los que van borrando sin piedad el relieve humano, para modelar una pieza más del engranaje de la vida. Sin embargo, en el centro de ese enorme cuerpo negro de mujer, alguien había colocado la perla de una emoción dolorosa que quería salírsele a borbotones por la boca.
Bajó las sucias escaleras del metro, arrasadas de papeles; pasó su billete electrónico por el lector y atravesó el torno, rumiando entre dientes una antigua melodía densa y repetitiva que le fue creciendo dentro, mientras caminaba, hasta que salió de su garganta inundando los túneles embaldosados y sonámbulos. Aquella vieja cadencia esclavizada hablaba de Dios y de los hombres, del dolor, de la felicidad escasa de los desheredados, del miedo a la muerte y a la vida.
Estaba parada en mitad de la caverna atareada de viajeros anónimos, con los ojos cerrados y las manos apretadas contra el pecho, cantando melodías torrenciales que ocuparon las grutas, de eco en eco, hasta que se desbordaron por las bocas del metro, entre los huecos de las alcantarillas y a través de los respiraderos cinematográficos.
Durante unos segundos, alguien se detuvo en Wall Street y se paró a escuchar, y otros tropezaron con él, enfurecidos, pero se detuvieron también. Alguien quedó paralizado en mitad de la calzada y los coches no pudieron continuar su marcha. Alguien quedó en suspenso mientras encendía, proscrito, un cigarrillo furtivo, cobijado bajo la cornisa de un edificio y, alguien, retiró los auriculares de sus oídos anestesiados, mientras quemaba calorías y frustraciones tras el escaparate de un gimnasio de moda.
Por unos minutos, la ciudad quedó paralizada, asombrada por el desgarro impúdico que la obligaba a rebuscarse en los bolsillos del alma, y nadie se atrevió a moverse, a girarse hacia los que estaban a su lado, en busca de una respuesta.
Después, poco a poco, la voz se extendió hacia la espesura de Central Park; tomó los senderos melancólicos, los huecos espejos de los lagos inventados, las páginas de bronce del viejo Andersen, la soñadora mirada de Alicia, y arrastró las últimas hojas de otoño hacia Harlem, donde un hombre solitario sonrió con sus blancos dientes negros, temblando en la espesura de las casas abrasadas. Tenía en la pupila la opacidad ciega de las cataratas y, en la cabeza nevada, la pesadumbre del tiempo, pero pudo ver, entre los bosques de metal de Manhattan, el rostro contraído de la mujer que cantaba su furia mansa y poderosa.
La voz voló entonces alejándose hacia Queens, hacia Boston, hacia Québec, cada vez más débil, después de haber logrado, durante unos segundos, abrir las fosas de la tierra para suturar las costuras infinitas de la gente herida.
Manhattan se contrajo entonces, adaptándose a su nuevo equilibrio recién aprendido: Observó por primera vez los rostros de la gente que se cruzaba en sus calles, sintió el aroma de la piel ajena, el miedo y el deseo de los otros, y aspiró el perfume del café caliente en los grandes vasos de papel, que arrancan a manotazos la soledad pegajosa de las aceras atestadas.
Fue entonces cuando ella subió las escaleras para volver de nuevo al Mundo, con el alma renovada y vacía de sombras, y se entretuvo en mirar el espectáculo de la ciudad palpitante. Alguien le pidió disculpas por haberla empujado y le devolvió una sonrisa vacilante. Alguien ronroneó un “buenas tardes” a un compañero anónimo, en la ancha entrada de un alto edificio de oficinas y, alguien se paró, también sin motivo, con la mirada vuelta hacia el cielo sin nubes.
El sol rebotó juguetón contra los cristales insensatos, columpiándose en las cúspides quiméricas de los rascacielos; se coló entre los brazos de hierro de los puentes que cosen Brooklyn al costado de la Gran Manzana, se columpió entre los cuernos de un toro enfurecido en bronce, y reposó, doblegado, sobre las lápidas dormidas alrededor de la Trinity Church.