Edward Hopper
Le temblaban las manos, la carta tiritaba como una hoja de
otoño entre sus dedos. Apenas podía ver ya las líneas mecanografiadas que había
leído en multitud de ocasiones, ni la sinuosa firma del director que le hacía
fantasear con la figura rotunda y saludable de un hombre jovial, tal vez
entrado en años, quizá encanecido, que la invitaba a formar parte de su
institución a partir del otoño.
El sol de septiembre entraba dulcemente a través de los
visillos iluminando esa oportunidad inesperada que la había hecho viajar desde
tan lejos. Pero Berta no conseguía deshacerse del estrangulado nudo que crecía
ahora en su garganta. No podía entender por qué, justo cuando tenía ante sí su
futuro, surgía ese miedo nacido de todas las ideas extrañas que sus padres habían
sembrado en ella y que ahora germinaban y la invadían sin piedad ahogando los
miles de razonamientos sentenciosos que había ido tejiendo para protegerse de
la duda.
Ya al subir las destempladas escaleras alfombradas de aquel
hotel de tercera, se había sentido desfallecer, y al entrar en su cuarto no
había deshecho el equipaje, sencillamente lo había alineado a un lado como si
formase parte de una exposición.
Después se había desnudado y se había sentado a esperar que llegase la
hora en que debería presentarse en la secretaría de la escuela de señoritas
para comenzar el primer día de su futuro con la extraña sensación de que no
sería capaz de ganarse un puesto, de que había sido excesivamente ambiciosa y
no había medido con realismo aquello que se le exigiría y, entretanto, el reloj se empeñaba en avanzar sin
piedad, empujándola hacia el minuto siguiente, obligándola a actuar sin estar
segura de haber pensado lo suficiente sobre lo que iba a suceder a continuación.
Pronto tendría que tomar la decisión definitiva: salir de
nuevo con las maletas y regresar a la casa oscura de sus padres, con el fracaso
pintado en la frente, o enfrentarse a la anchura de lo desconocido, a la
luminosa e idealizada realidad que se desarrollaba más allá de la vida estrecha
de una familia de provincias, estrangulada por el temor de Dios y por las
miradas esquivas de los demás ciudadanos que sopesaban sin piedad cada
movimiento de los hijos del sacerdote y de su esposa: la longitud de los
vestidos, la discreción de los sombreros de domingo, el silencio largo o
demasiado breve, el rubor inesperado prometedor de pecados inconfesables, la
longitud poco apropiada de unos tacones, el sermón, demasiado farragoso o
demasiado insustancial que había escrito su padre la noche anterior.
Berta se dejó caer hacia atrás en la cama. El sol bañó su
rostro pecoso trayéndole a la memoria los largos veranos junto al río, con los
demás niños semidesnudos, empujados por la corriente y por los peces juguetones
que se deslizaban entre las piernas. Sonrió, habían sido días hermosos, empapados
por el olor de la cosecha y de la lluvia que se precipitaba a veces como una
bendición calmando la canícula implacable del estío. Recordaba cómo trepaban a
los árboles y jugaban como pequeños salvajes, enredados en la maleza, tejiendo
aventuras de piratas, de ladrones de caballos, de domadores de circo, de viejos
malvados y solitarios que vivían escondidos en las cuevas dándole la espalda a
Dios y quién sabe si abrazando al diablo, ese diablo que a veces resultaba más
brillante y hermoso que la criatura justiciera que pintaba su padre en el
púlpito cada semana y que aterrorizaba su sueño en las noches oscuras e interminables del invierno.
Pero aquella libertad sin límites duró muy poco. Pronto su
madre, alta, delgada y severa, la separó de los muchachos, y comenzó a
diluirla, como un azucarillo blanco e intocado, en el interior sofocante de un
mundo lleno de normas que no lograba comprender. Debía sentarse como una
señorita, mantener la espalda recta, no mirar a los ojos a los hombres, leer la
Biblia y repetir sin comprender los salmos. Ya no le permitían jugar con otros
niños pero tenía que acompañar a su madre a tomar el té con las mujeres ruidosas
que asistían a la iglesia y con sus hijas aburridas y desleídas que miraban
hipnotizadas viejas revistas de moda como quien contempla un tesoro.
Fue como si de pronto hubiesen apagado la luz del sol y
hubiera tenido que vivir entre tinieblas, alumbrada tan sólo por una vela
deficiente. Pero obedeció, cursó los estudios que le impusieron en el internado
protestante, aprendió a esconder su interés por los libros y a leer a
hurtadillas los grandes títulos censurados por su padre. Descubrió que podía
vivir como una fugitiva sobre las alfombras cálidas de su propia casa,
disfrutando sin remordimientos del sabor de lo prohibido, y eso le hizo
sentirse fuerte.
Se incorporó de nuevo. El pulso de su sangre martillaba su
cuello blanco y pecoso. Dobló pulcramente la carta, la introdujo en el sobre y
lo dejó sobre la colcha. Después se vistió lentamente, igual que hiciera el día
que enterraron a su abuela, en silencio, mirándose fijamente en el espejo,
anotando mentalmente cada gesto, cada botón, cada pliegue de la tela en
decadencia. Se colocó el sombrero con una cierta inclinación graciosa, se calzó
los zapatos, tal vez demasiado provincianos, e introdujo el sobre en el fondo de
su pequeño bolso verde antes de salir, con paso vacilante, hacia el futuro.
Sobre la cama, retorcida como la piel de una serpiente
viscosa, quedó templando la sombra de la duda que unos segundos antes la había
dominado. Después una nueva flecha de sol la atravesó, deshaciéndola en el
aire, al mismo tiempo que el amortiguado taconeo de Berta se perdía en el
pasillo sobre las gruesas alfombras polvorientas.
Paloma Ulloa