Edward Hopper
Después
de largos años de litigios heredé la villa que había pertenecido a mi tío
abuelo, el gran autor de relatos de terror Walter Quiroga. El edificio seguía
conservando ese halo de misterio que quedó flotando a su alrededor después de su
extraña desaparición, sesenta años atrás.
Se
trataba de una bellísima casa victoriana, romántica y magnética que se asomaba
al acantilado como si fuese a dar un salto al vacío, por lo que decidí,
empujado por un desacostumbrado impulso, compartir esa pequeña joya con los
demás, convirtiéndola en un hotel literario junto al mar.
Al
entrar por primera vez en ella, tras cumplir con todos los trámites que la
hacía definitivamente mía, me entregué casi obsesivamente a buscar y recuperar
todos los objetos que habían sobrevivido al abandono y al polvo, entre los que
estaban algunos de los cuadernos manuscritos de mi tío, su abundante
biblioteca, un pequeño laboratorio fotográfico y una importante cantidad de
mobiliario que necesitaba pasar por el taller del restaurador para resucitar su
belleza.
Varios
meses después, tras haber arrancado la humedad de las vigas de madera y de la
susurrante madera del piso y cambiar la distribución de las habitaciones con el
consejo experto de un arquitecto de interiores, sólo quedaba ambientar las
estancias según el gusto de la época y de eso, me encargué yo personalmente:
elegí el papel pintado de las paredes, las gruesas cortinas de damasco y los
muebles que más se asemejaban a las viejas fotografías familiares.
Después
distribuí cuidadosamente por las estancias los objetos restaurados que
realmente habían pertenecido al autor e incluso recuperé la ambientación gótica
de algunos de sus relatos más famosos para las dos suites del ático. Y así a
finales del otoño de 1997, todo estuvo dispuesto y esperando para que, durante
la primavera siguiente, el hotel literario más inquietante y romántico de toda
la costa, fuese inaugurado bajo los focos de la prensa y de la alta sociedad.
Sin
embargo, una mañana fría en la que las últimas hojas de los árboles eran
arrancadas sin piedad de las sarmentosas ramas inquietantes, recibí una visita
inesperada en mi despacho: el famoso novelista Gustavo Lippi, con su melena
leonada de artista y su reconocible capa oscura se presentó ante mi secretaria
disculpándose por su repentina llegada y asegurando que el motivo de semejante
atropello era lo suficientemente importante como para poder disculpar su
descortesía.
Le
hice pasar inmediatamente a mi despacho, por supuesto, y le atendí como se
merecía. Le ofrecí una reconfortante taza de té y escuché entre asombrado y
satisfecho, lo que con tanta urgencia había venido a pedirme:
-
Verá señor Quiroga - comenzó a decir titubeando - Durante el último verano pasé
unos días como invitado en la casa que los señores Ibérruren tiene junto al
mar, – Hizo una pausa dándome tiempo a asimilar la importancia social de la
familia que le había acogido antes de continuar – y en uno de mis paseos
matutinos en busca de tranquilidad y de inspiración, acabé ante la fachada de
una preciosa villa del siglo pasado que descansaba sobre el acantilado como una
hermosa suicida.
Asentí
satisfecho ante el elogio y ante la sospecha que comenzaba a tejerse en mi
cabeza sobre el motivo real de aquella extraordinaria visita. El autor, algo
huraño, esquivaba mi mirada directa y sólo me dedicaba pequeñas ojeadas por
encima de la pesada montura de sus gafas.
-
Lo cierto señor es – subrayando empalagosamente su cortesía inquieta - que en
cuanto me topé con su villa supe que ese y no otro será el lugar en el que
podré por fin terminar de escribir mi novela. – Hizo una pausa dramática antes
de continuar en un tono casi suplicante
- Allí, inspirado por el mar, aislado de la tensión de la ciudad, podré
trabajar sin interrupciones, estoy seguro, estoy seguro.
-
En realidad, como usted bien sabrá – le dije para intentar hacerle comprender
que, por el momento no podía cumplir con sus deseos - el edificio acaba de ser
completamente renovado y transformado en hotel, pero no abrirá sus puertas
hasta el próximo verano, cuando comience la temporada de baños … - Esperé un
segundo para ver cómo recibía mis palabras. Él, sobrecogido ante mi educada
negativa, pareció encogerse como si un calambre le hubiese atravesado el
estómago y, conmovido, reconsideré mi decisión sobre la marcha – Sin embargo…
-
Lo comprendo – comenzó a decir precipitadamente, sin haberse percatado de que
yo mismo había abierto una puerta de esperanza a su deseo - pero esa bella casa
se ha convertido para mí en una auténtica obsesión. Cuando regresé a la ciudad
después de mi retiro estival, comencé a buscar información sobre el edificio,
sobre sus propietarios, sobre su historia. Incluso he soñado con ella en varias
ocasiones. Es como si el destino, en el
que yo nunca he creído, me guiase hasta ella inevitablemente…
Le
escuché atentamente, incluso con cierta simpatía ya que, no me resultaba en
absoluto ajena aquella espontaneidad tan creativa de la que había oído hablar
durante mi infancia y que, en algunas ocasiones, muy pocas por cierto, a yo
mismo había experimentado, como en esa locura de construir un hotel literario
junto al mar, así que, totalmente sobrecogido por la arrebatadora pasión de
aquel hombre, suspiré y dije:
-
De acuerdo, Señor Lippi, si para usted es tan importante vivir durante unos
meses en la que fuese la casa de mi tío-abuelo, creo que podremos llegar a
algún acuerdo satisfactorio para ambos…
El
escritor sonrió satisfecho por primera vez y
la conversación, a partir de ese momento, perdió su cariz tortuoso y
fluyó cordialmente. Las negociaciones fueron sencillas y sorprendentemente
rápidas y, a su salida de mi despacho, llevaba bajo el brazo un contrato
firmado que le permitía disfrutar de la villa
en exclusividad, durante los próximos siete meses.
Quince
días más tarde, Don Gustavo Lippi, pertrechado con su computadora portátil y su
escaso equipaje, se instalaba frente al ancho y profundo océano que había visto
repetidamente en sus sueños. Sin deshacer siquiera las maletas, recorrió cada una
de las habitaciones con el entusiasmo de un niño. Se entretuvo en la nutrida
biblioteca de la planta baja; en el salón, amueblado con confortables sofás y
dotado con un hermoso telescopio de latón. Se sorprendió con el gabinete de los
espejos, que recordaba angustiosamente el relato “el reflejo fantasma”; y quedó
fascinado, en la primera planta, con el estudio del escritor, en el que se
encontró con la máquina de escribir, negra y pesada, con la que Walter Quiroga
había escrito siempre sus inquietantes relatos.
Emocionado
como un niño, acarició las letras redondas de latón y sintió un deseo intenso
de comenzar a trabajar inmediatamente, precisamente con aquella antigualla, a
pesar de que sus dedos, acostumbrados a deslizarse sobre el jabonoso teclado de
su computadora portátil, tendrían que ejercitarse violentamente contra aquellas
groseras teclas metálicas.
Impulsivamente
reorganizó el cuarto de manera que la gran mesa quedase situada ante el ancho
ventanal mirando al mar y, en el centro, instaló la vieja máquina, colocando a
su alrededor toda la documentación que había ido recopilando en los meses
anteriores.
Tras
acomodar su ropa y sus objetos de aseo, se dirigió a la casa de la guardesa que
se encargaría del mantenimiento y limpieza de la finca durante su estancia, le
dejó un listado con los alimentos que necesitaría tener siempre en la nevera y
le dio un juego de llaves para que pudiera entrar y salir sin perturbar su
trabajo o sus horas de sueño.
Una
vez liberado de sus obligaciones, se dispuso a comprar folios y cinta entintada
para la máquina de escribir. Lo primero lo adquirió enseguida en una papelería
cercana, donde le aseguraron que aquellos los recambios para las máquinas de
escribir habían desaparecido prácticamente del mercado, pero que si para él era
tan importante, podrían intentar ponerse en contacto con su proveedor habitual
para que buscase entre los objetos en desuso de sus viejos almacenes. Algo
contrariado, continuó su paseo hacia la salida de la pequeña ciudad y, entre
los últimos árboles de la avenida, se topó con una vieja almoneda, casi
escondida tras los destartalados y mugrientos cristales de una barraca de
madera. Empujó la puerta chirriante que accionó la pequeña campanilla
suspendida del techo que sacó de su ensoñación a una anciana de ojos pardos que
descansa en la oscuridad.
Sin
mediar palabra, la mujer se levantó trabajosamente, revolvió en un cajón grande
y profundo y dejó dos pequeños paquetes sobre el mostrador en los que se podía
leer “cinta para máquinas de escribir”. Lippi sintió un extraño vacío en el
estómago, pero tomó lo que había ido a buscar, dejó unas monedas sobre la vieja
madera cuarteada y se marchó enseguida, sin mirar atrás.
Aún
era temprano, el sol declinaba lentamente en el horizonte y él se sentía feliz
como hacía tiempo que no le ocurría. Retornó a su nuevo hogar y, aquella misma
tarde, comenzó a escribir apasionadamente.
Enseguida
se dio cuenta de que las palabras le surgían con una fluidez desconocida. Los
dedos se movían instintivamente sobre las viejas teclas con tal naturalidad que
quedó deslumbrado. Sentía una energía creadora y feliz desconocida hasta el
momento, porque la literatura siempre le había producido una mezcla de placer y
de dolor que le llevaba a un estado de ansiedad e inseguridad extremos justo
antes de comenzar la recta final de una novela. Sin embargo en esta ocasión
vivía un estado de felicidad extrema, un reencuentro con la ilusión de crear
que le parecía casi imposible.
Pasó
el resto del día sentado a la mesa, sin moverse, en el silencio cálido de la
casa vacía. De vez en cuando alzaba la mirada hacia el profundo mar gris como
para cargarse de energía y volvía a sumergirse inmediatamente en el trabajo sin
desasosiego ni impaciencia. Las campanas de la iglesia dieron las ocho, las
nueve, las diez de la noche y el repiqueteo de las teclas no cesaba. En la
oscuridad rumorosa del océano, el brillante y lejano faro rasgaba la negrura y
dejaba vislumbrar la silueta de una isla, apenas perceptible durante el día.
Los fogonazos, rítmicos, atraían una y otra vez la mirada de Lippi que, sin
embargo, no dejaba de trabajar ni un segundo.
Revisó
maquinalmente las palabras que se alineaban sobre el papel ¡Qué extraño! Lo que
estaba escribiendo no parecía formar parte de su historia, nada tenía que ver
con el argumento sobre el que llevaba trabajando durante varios años, pero no
le dio demasiada importancia, lo dejó correr porque se sentía feliz con esa
nueva y espontánea manera de crear, tan alegre, casi salvaje.
Cuando
finalmente, bien entrada la madrugada, dejó de trabajar y la casa quedó en
calma, reunió todos los folios, alineándolos con unos golpecitos en el margen
de la mesa y después, agotado, sin quitarse siquiera la ropa, se tumbó sobre la
cama y se quedó dormido.
Despertó
pasado el medio día, cuando escuchó que la guardesa lo llamaba desde el zaguán
para avisarle de su llegada. Se sentía algo mareado y con un fuerte dolor de
cabeza como si sufriese los efectos de una terrible resaca. Bajó las escaleras
tambaleándose y le pidió a la mujer que le preparase un abundante desayuno.
Devoró huevos revueltos, queso, jamón, yogur, fruta y café con leche y cuando
terminó, tuvo de nuevo ese deseo vital de ponerse a trabajar, esa alegría
desacostumbrada que le impulsaba de nuevo a sentarse en su estudio para
continuar la tarea.
Tomó
el montón de páginas que había escrito y comenzó a leer. Como ya había
comprobado el día anterior, había escrito un texto muy alejado a su estilo
habitual y a la temática de su novela, pero no le dio demasiada importancia, lo
consideró un ejercicio de calentamiento, un trabajo de adecuación con el
espacio y con la nueva manera de enfrentarse a él, y lo valoró positivamente.
Pero
la narración dio un giro inesperado que él no recordaba: se adentraba en una
truculenta historia en la que el protagonista descubría un asesinato atroz,
cerca del faro. Una mujer terriblemente mutilada, aparecía medio desnuda, con
un extraño símbolo tatuado en el dorso de la mano, algo parecido a una luna y
una estrella. Después se sucedían una serie de investigaciones que llevaban a
la policía hasta el rastro de una secta que realizaba brutales rituales. Toda
una morbosa y retorcida trama con la que el escritor se quedó realmente
conmocionado.
Intentó
tranquilizarse y abrió el periódico que le había dejado la asistenta sobre el
escritorio. Espantado comprobó que, en primera página, se describía el mismo
asesinato que él había descrito la noche anterior. En el artículo se detallaba
meticulosamente el lugar y las condiciones del hallazgo y se comentaban
someramente las primeras pesquisas de la policía.
Una
náusea le llegó hasta la garganta. Entró corriendo en el cuarto de baño. Notaba
cómo le temblaban las piernas. Se miró en el espejo, aterrorizado y se lavó la
cara para intentar reaccionar. Después abrió la ducha y se dejó calmar por el
agua que corría desbocada sobre su cabeza y su espalda. Envuelto en un albornoz
se dirigió hasta el salón, encendió la perezosa chimenea y, página a página,
destruyó la narración, contemplando aliviado cómo las llamas deshacían el
horror que su retorcida mente había creado, con la estúpida esperanza de que la
noticia, igual que el relato, desapareciera de las indelebles páginas del
diario.
Había
decidido tomarse unos días de descanso y no volver a escribir por un tiempo,
además, no lograba que las ideas volvieran a centrarse en el proyecto original
y pensó que debía apartar la máquina de escribir de su escritorio y retomar la
saludable costumbre de trabajar con la computadora, más fría y menos romántica,
pero también menos peligrosa.
Sin
embargo cuando se acercó de nuevo a la mesa, se sintió de nuevo atrapado por el
extraño influjo de la máquina y, sentándose otra vez ante el escritorio,
comenzó a teclear intensamente, como si hubiese entrado en trance.
Varios
días después, se despertó con la ropa sucia y revuelta sobre la cama. No
recordaba nada de lo que había estado haciendo y tenía un terrible dolor de
cabeza que le impedía abrir los ojos. Escuchó a la guardesa en el piso
inferior. Se arrastró como pudo hasta la ducha y se vistió, dejando en la cesta
la ropa apestosa que acababa de quitarse. Toda la habitación tenía un ambiente
espeso y agrio, abrió la ventana y entró un viento fresco que alivió su
cansancio. Cuando la mujer le vio entrar en la cocina le preguntó, solícita:
-
¿Se encuentra usted bien? Tiene mala cara.
-
Sí, sí, no se preocupe – contestó – es sólo que me duele mucho la cabeza. A
veces, mientras escribo, tengo migrañas, será por el esfuerzo – dijo intentando
tranquilizarla. – Si no le importa me gustaría comer algo, lo que sea, tengo la
sensación de llevar una semana sin probar bocado.
Mientras
esperaba vio que sobre la mesa se apilaban varios periódicos que aún no había
leído. Extendió la mano para acercarlos pero, se detuvo. Recordó lo que había
pasado la última vez que había leído las noticias y sintió un escalofrío.
Mientras la mujer preparaba todo lo necesario, abrió la puerta principal y
salió a respirar un poco de aire fresco. Todo parecía en calma. Ya no quedaban
turistas, el mar, gris como el cielo, se balanceaba suavemente contra la orilla
desierta y una ligera bruma flotaba sobre el cobrizo vibrante de los árboles.
¡Qué hermoso! pensó, y sintió que todo su cuerpo se relajaba, como si después
de haber soportado una tensión extrema hubiera llegado el momento de descansar.
Fue
entonces cuando notó que le dolían los dedos, se miró las manos y comprobó que
tenía las yemas desolladas por la fricción constante sobre las duras teclas
metálicas.
Antes
de comer, le pidió a la asistenta que le curase y que le vendase suavemente con
una gasa fina y esparadrapo para evitar que se infectasen.
-
Debería verle el doctor García. Está usted muy desmejorado y estas heridas tal
vez necesiten de algún antibiótico – le insistió la mujer llena de aprensión.
-
No se preocupe Miguela, no es nada, estos son los gajes del oficio, ya sabe –
Ensayó una sonrisa forzada y se sentó a la comer.
Comió
de nuevo con un apetito feroz y después se sintió más animado, contento
incluso. No tenía ganas de ponerse a trabajar, le dolían las manos y los ojos y
el analgésico no había logrado reducir del todo su migraña. Cuando la mujer
recogió los últimos platos y se marchó, no pudo evitar dar una ojeada a los
periódicos y, lo que vio, le dejó de nuevo paralizado por el terror. Día a día,
los rotativos iban narrando las mismas extrañas atrocidades que él describía en
sus relatos: el monstruoso ataque de unas alimañas a unos campistas que había
pasado la noche no muy lejos de allí; la profanación de tumbas en el cementerio
del pueblo, entre cuyas lápidas habían encontrado el cadáver desgarrado de un
hombre que se había quedado encerrado en el interior de una vieja cripta, la
incomprensible música que impulsaba a quien la escuchaba a realizar atrocidades
inenarrables. Todo lo que surgía de la vieja máquina de escribir, se convertía
en realidad unas horas después.
Desesperado
luchó consigo mismo por no acercarse de nuevo al escritorio. Descolgó el
teléfono con la intención de poner en conocimiento de la policía lo que le estaba
pasando pero comprobó angustiado que no disponía de línea. Enseguida pensó en
salir a la calle, pero las piernas no respondían a sus deseos y su cuerpo se
dirigía inevitablemente hacia el escritorio en el que se apilaban los folios
escritos como una montaña diabólica. Fue entonces cuando pensó en destruirlos,
igual que había hecho con el primer relato, pero le resultó imposible: estaba
atado a aquella máquina y a aquella mesa, como un esclavo a una noria. Los
dedos volvieron a impulsar los plomos contra el rodillo, y con cada presión,
las yemas se laceradas se resentían un poco más hasta que comenzaron a sangrar.
Una
urgencia ajena que le obligaba a mantenerse sentado y trabajando en un estado
alterado de conciencia del que en ocasiones salía, sobresaltado, mientras su
cuerpo continuaba escribiendo sin el concurso de su voluntad. Día y noche, le
torturaba una necesidad imperiosa, un deseo truculento de describir escenas
atroces que invocaban el horror más puro de la atávica memoria humana.
En
ese estado de esclavitud se fueron sucediendo los días y las narraciones. Y
cada vez que volvía en sí después de varias jornadas sin descanso, encontraba en los periódicos la narración
fiel y atroz de sus propias pesadillas. En ocasiones el llanto llenaba sus ojos
enrojecidos mientras las letras de plomo martillaban sin piedad el papel
prisionero del rodillo y lo único que le consolaba era la idea de que algún día
la policía abriría la puerta de aquella cárcel y descubriría el horror.
Una
mañana fría y ventosa, la guardesa abrió la puerta de la villa y se dio cuenta
de que un inquietante silencio lo llenaba todo. No se escuchaba el delirante
martilleo de la máquina de escribir, ni pudo sentir el crujido de la madera,
bajo el peso del señor Lippi. Tampoco oyó la pesada respiración que delataba el
cansancio agotado del escritor, y comprendió que algo terrible había sucedido.
Temerosa,
subió las escaleras, concentrada en el ruido de la madera bajo sus pies.
Atravesó el pasillo hacia el estudio que permanecía con la puerta abierta y se
asomó cuidadosamente a su interior, pero no había nadie y todo parecía en
orden. Sobre la mesa reposaba una gruesa pila de papel escrito a máquina.
Fuera, las gaviotas volaban en calma, dejándose llevar por el viento, como
siempre. En los armarios, colgaban las camisas bien planchadas, los zapatos de
invierno y la gabardina. No parecía que el escritor hubiese salido de allí.
Sobre la mesilla, la cartera y las llaves reposaban a la espera de las manos
que las llevasen a los bolsillos.
Inquieta,
decidió llamarme a mi despacho y con el pulso inseguro descolgó el viejo
auricular negro, hizo girar la rueda de los números y esperó angustiada sentir
mi voz al otro lado. Dos horas después, más alarmado de lo que estaba dispuesto
a reconocer, detuve mi auto ante la fachada principal de la villa.
La
guardesa salió de la casa y me esperó en el porche retorciéndose los dedos con
inquietud. Intenté calmarla con mi apostura de hombre de negocios, pero mis
palabras sonaron inseguras:
-
Tranquila Miguel, verá como todo es un malentendido. – Pero debo reconocer que
recorrí el edificio con aprensión, sintiendo una extraña densidad en el aire
que convertía en inquietante la escena cotidiana de la ropa colgada en el
armario y de los zapatos, morbosamente alineados, igual que lo hacía mi tío
abuelo, con las punteras bien pegadas contra el fondo.
Objetivamente,
aparte de la extraña aprensión que me sofocaba la garganta, nada daba a
entender que allí hubiese ocurrido algo extraordinario. Me acerqué al escritorio
sobre el que reposaba un grueso montón de folios. Imaginé que, tal y como el
señor Lippi había expresado en su despacho el día que nos conocimos, por
finalmente había logrado concluir su y una sonrisa asomó a mis labios. Sin
duda, el extenuado autor había salido a dar un largo paseo que le compensase
por el esfuerzo realizado. Posiblemente, toda aquella alarma que tanto a la
guardesa como a mí nos estaba angustiando, no era más que la preocupación
excesiva de dos personas desacostumbradas al oficio del hospedaje y ya estaba a
punto de dar por concluido el incidente con un suspiro de alivio cuando mi
mirada reposó sobre la primera página del libro y, paralizado por el horror,
pude leer el título: “La extraña desaparición” por Walter Quiroga.
Sobrecogido,
comencé a revisar las páginas copiosamente escritas y comprobé espeluznado que,
muchas de ellas estaban sucias con pequeñas manchas de sangre. Fue entonces
cuando, temblando de pavor, decidí llamar a la policía para dar parte de la
desaparición de Gustavo Lippi.
Durante
semanas se rastrearon las costas para descartar un posible suicidio o un
accidente fortuito. También se hicieron batidas en los bosques cercanos.
Incluso se pidió ayuda especializada a la policía de la capital, temiendo que
se tratase de un secuestro, pero todas las líneas de investigación fueron
infructuosas y, finalmente, el suceso pasó a formar parte de la leyenda local,
ocupando durante semanas las primeras páginas de los periódicos locales que no
recordaban haber publicado noticias tan truculentas desde que, sesenta años
atrás, desapareciera, también en extrañas circunstancias, mi tío-abuelo Walter
Quiroga.
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