Ilustración de Bett tomada de http://beatriz.ultra-book.com
El relevo tenía que llegar, era
necesario. La vieja oligarquía había caído en un adormecimiento exangüe, se
había enriquecido exageradamente y se había alejado tanto del pueblo que ya no le
era útil. Cada mes estallaban pequeñas revueltas que mis ejércitos procuraban
sofocar con una crueldad ejemplarizante, pero el cansancio y el odio habían
anidado en el pueblo y la rabia, lentamente, había comenzado a transformarse en
la sombra de una revolución.
Mi fiel chambelán y yo hablábamos a
menudo sobre la hipótesis de que la guerra estallase definitivamente en el
reino y convinimos que ya que los alzamientos parecían inevitables, lo mejor
sería que nos adelantásemos a ellos, impulsándolos para intentar manejarlos a
la medida de mis ambiciones. Jamás habría confiado mis pensamientos a mis ministros,
demasiado complacientes y mentirosos, en cambio mi chambelán había jugado
conmigo en los patios del palacio y había compartido las leyendas infantiles
que nos contaba, durante las tardes
calurosas, el ama de cría, a la sombra del jardín. Él había esperado
pacientemente la decadencia de su antecesor y había ocupado su lugar
con humildad, informándome con regularidad de todos los comentarios e intereses
que se movían bajo los caprichos de los asesores y los funcionarios, de las
pequeñas corruptelas que envenenaban la vida palaciega, de las injusticias de
los recaudadores y de los generales, de las mentiras de los mercaderes. Y de
esa manera, en poco tiempo se convirtió en mis ojos y mis manos, traspasaba
embozado los límites del palacio para descubrirme el mundo que había más allá
de mi casa y comenzamos a urdir la tela de araña que serviría para poner fin a
mi propia dinastía.
Todo parecía marchar según lo planeado,
los primeros contactos con la guardia personal y con los campesinos daban
buenos frutos, los cultivadores de arroz morían de hambre intentando pagar
impuestos imposibles, los maestros sobrevivían de la caridad del pueblo
mientras los grande señores se enriquecían innoblemente y explotaban a sus
sirvientes hasta la muerte. En el curso de algunas de sus escapadas mi amigo
trajo consigo proclamas y libros prohibidos que describían una crueldad sin
igual en mi reino. Hablaban de mí como el pájaro ciego que vive en una jaula
dorada cantándole al amanecer ignorándolo todo, como un estúpido niño
consentido que manda ejecutar a su primer ministro si no le traía el pastel de
arroz a la hora establecida. Todo esto me impulsó con mayor convencimiento a
precipitar el necesario cambio de las cosas. Aborrecía la idea de que otros
decidiesen por mí y mancharan mi nombre convirtiéndome en un títere que
consiente e ignora para beneficio ajeno, así que di las órdenes oportunas para
comenzar rápidamente con el levantamiento.
Sin embargo, como en toda revolución hay
más detalles imprevisibles que certezas, la amplia red que gracias a mi
chambelán logré tejer en la sombra, pronto comenzó a pensar por sí misma y a
introducir modificaciones en la estrategia que terminaron cambiando
sustancialmente el rumbo de la lucha y una noche, mi buen amigo entró de
improviso en mi dormitorio con los ojos desorbitados, embozado y disfrazado, y me
hizo salir por la puerta de atrás del palacio, para refugiarme en un carruaje
que me llevaría a un lugar desconocido en el que podría vivir a salvo mientras
él se encargaba de los cambios. De eso han pasado cerca de dos años y, por las
pocas noticias que llegan hasta aquí, parece que el río ha comenzado a regresar
a su cauce.
Con todo, no me arrepiento de nada. Ahora,
gracias a mi trabajo como impulsor del cambio y a la clarividente perspicacia
de mi joven chambelán, he logrado salvar la vida y vivo oculto en el viejo
monasterio de Wong, entre los laboriosos monjes, como un hermano más, arando
los campos y sintiendo el palpitar de la tierra en las yemas de los dedos. Yo,
que nunca supe lo que era el frío o el hambre, que nací envuelto en las sedes
milenarias de mi casa, que jamás tuve que usar las manos más que para acariciar
y aplaudir, ahora produzco mi propio alimento y limpio las celdas de mis
hermanos con la satisfacción de sentirme útil por primera vez.
Mi país cambia. Me consta que las luchas
ya han concluido, los equilibrios de poder han mutado y se han reajustado y
pronto, muy pronto, volverán a ser casi tan injustas como antes, aunque de
distinto signo. Probablemente, mi buen amigo el chambelán, dirigirá nuevos
ejércitos y nuevos cortesanos le rodearán e intentarán alejarle de la realidad
de los mercaderes y de los pescadores para manipularle mejor mientras que yo, dentro
de algún tiempo, entraré de nuevo a su servicio como camarero o como ayuda de
cámara y le devolveré su lealtad contándole lo que dicen las gentes sencillas
en las calles y en las tabernas, lo que ruegan los fieles a los viejos dioses y
lo que rumian los comerciantes de té con la esperanza de que, de ese modo, el
nuevo reinado sea un poco más justo.
Suena la campana del santuario y, como
último hermano llegado a la orden, dejo la pequeña azada y me pongo en pie para
atender a los recién llegados mientras mis hermanos continúan inclinados sobre
la tierra. Siempre temo que al abrir la puerta pueda encontrarme frente a
frente con alguno de mis antiguos funcionarios, quién sabe si con un asesor en
busca del refugio en nombre de una piedad que jamás tuvo para con sus vasallos.
Pero al correr humildemente el gran
cerrojo de hierro y levantar la mirada hacia el recién llegado,
ricamente vestido, encuentro a mi amigo el chambelán que, con una ancha
sonrisa se precipita sobre mí y me abraza ahogando mi sorpresa con un puñal de plata grabado con el emblema
de mi casa. La hoja se hunde limpiamente en mis costillas partiéndome el
corazón. El cielo se vuelve neblinoso y la voz de mi amigo me llega muy lejana,
como un silbido quedo: “La revolución ha triunfado. Hoy comienza mi reinado.”
Me quedo tumbado entre la puerta y el
umbral, con la mirada fija en la nada. Al fondo, en el huerto, cantan los
pájaros mientras los monjes continúan arañando terrones embarrados. Mi
chambelán se aleja limpiándose las manos en un lienzo blanco, sube al carruaje
que le espera unos metros más allá y desaparece para siempre en la espesura. De
mi cuerpo sin vida mana una fuente roja. El mundo seguirá girando sin mí y mi
palacio, ahora lo comprendo, albergará a otros monarcas, quién sabe si tan
injustos como los que me precedieron, pero sin duda, igual de despiadados.