De puntillas, como un noctámbulo arrepentido, va viniendo el otoño.
Cada mañana llega más perezosa que la anterior, alargando la noche holgazana sobre las sábanas calientes.
Un viento fresco pinta de rumores las hojas maceradas de nostalgias. Los jerséis de lana abrazan el cuerpo destemplado y salen de los armarios los caparazones cóncavos de los paraguas para dar voz a la sinfonía rítmica de la lluvia sobre nuestras cabezas.
Descansa la mente, los ojos se llenan de cansancio, los recuerdos infantiles se asoman al fondo del horizonte, como una promesa.
jueves, 30 de septiembre de 2010
De puntillas
domingo, 12 de septiembre de 2010
Él (Reflexiones del Minotauro II)
Él va narrándome un tiempo que rozaba los primeros filos del siglo XX. Extiende sus anchas manos de hombre endurecido por la vida y desgrana cosas que quedaron pendientes, en el pasado, como gotas de lluvia sobre un cristal. Entonces no había tiempo que perder. La tierra sudaba frutos sabrosos que se podían comer directamente de la mata: los pimientos rojos, gruesos y dulces, los tomates jugosos y aromáticos.
También los establos daban pan. Las bestias que había que alimentar y que olían, fuertes y poderosas, en todo su esplendor mundano. Los huevos que se dejaban a la gallina para empollar eran la riqueza de mañana, los otros calmaban el hambre inmediata con el sabor frondoso de la yema bien untada en el pan ancho y denso de las hogazas horneadas al calor de la leña.
No había tiempo para pensar, las estaciones se sucedían llenas de tareas, la vida continuaba con su exigencia profunda y cíclica, sin detenerse, ni por la guerra ni por las lluvias o las sequías, ni por los nacimientos o las muertes. El dolor daba frutos, el pensamiento se limitaba a las líneas más lejanas del horizonte.
Los olivos lloraban aceitunas, las varas azotaban las ramas y robaban la sangre verde del árbol retorcido y firmemente decidido a la vida, agarrado a la tierra seca, con las raíces engarfiadas y rotundas.
Los aceituneros cantaban, las espaldas doloridas de las mujeres al caer el sol, dejaban en los cuerpos el cansancio saludable del trabajo bien hecho.
Con suerte y con mucho esfuerzo, se podía comprar una bicicleta a plazos, con la que desplazarse de un lugar a otro, sin usar las mulas y sin gastar las alpargatas.
Él sentía una alegría al amanecer de cada jornada que llenaba los músculos de vida con un poco de pan y un cuartillo de vino que alimentase el cuerpo y llenase de fuerzas las manos sabias y sarmentosas. Se trabajaban los campos y los cuerpos se daban al placer con la misma austeridad natural y rutinaria con la que se daban al trabajo. Los hijos llegaban y crecían, o enfermaban y morían prematuramente, sin que pudiesen luchar contra el destino que secaba las lágrimas en los párpados y no había resignación, porque para haberla tenido tendrían que haber sentido primero el deseo de rebelarse o la idea, casi inimaginable, de tener derecho a algo mejor. Sencillamente se trataba de la vida, que rueda, casi sola, movida por el viento sutil de las escasas decisiones.
No había tiempo para sentirse infeliz o fracasado. Ni para buscar nuevos horizontes. Nadie imaginaba que existiesen otros mundos más allá de los sólidos cercados que delimitaban los campos, las granjas, las viviendas.
Los más afortunados, acudían durante algunas semanas a la escuela, y aprendían las letras y los números. Pero muchos recorrían su larga existencia sin poder descifrar los extraños símbolos que llenaban los impresos oficiales, y aceptaban humildemente sus destinos con una cruz temblorosa, trazada torpemente al pie de algún papel.
No había tiempo que perder, ni horas que desgranar, vacías, ante aparatos que enjugasen el ocio. La tierra olía a sudor, acre e inmisericorde, pero siempre era la misma. El cielo vomitaba lluvias y granizos que se medían en disgustos de dios y se curaban con procesiones y rezos incomprensibles, desgastados e tanta repetición sin sentido.
Los hombres, apretando los dientes, soportaban en silencio el dolor, mientras las mujeres se deshacían en llantos y en salmodias lentas y cadenciosas. Pero no había tiempo que perder, porque las obligaciones ocupaban el espacio del dolor..
Las mujeres se rompen las manos heladas contra el agua del río, el sol devora las manchas que el jabón y la constancia no pueden arrancar. La casa huele a hombres y a animales, a noches largas de invierno y a pesadas horas de estío bajo las persianas de junco. El dolor es un rumiar de fondo que queda a la espera de su momento porque los hijos van llegando, las tareas del campo y de la casa se llevan las fuerzas y los padres que envejecen esperan la mano atenta de la hija que recoge los aperos de la vida.
No había tiempo que perder, porque las obligaciones se encadenaban con las estaciones: la cosecha, la matanza, la vida, la muerte. Nada podía detener el ciclo de las cosas. El resto de la vida quedaba al margen de la realidad, en el lugar difuso ocupado por los “señores”, por “los ricos” que perdían el tiempo leyendo y no tenían cayos en las manos, siempre blancas y limpias. El médico, el cura, el notario, pertenecían también a esa otra realidad tan ajena y tan lejana que no parecía real.
Los hombres de verdad se empapaban las manos con orina para evitar las grietas y bebían sin parpadear el licor que se les ponía delante, no esperaban, tomaban lo que les correspondía No conocían de derechos, ni de libros, ni de libertades, todo eso había quedado atrás, con la guerra y los hombres prudentes bajaban la cabeza y callaban cuando se insinuaba algo, simplemente decían no saber, no entender de “esas cosas” de los libros y de las palabras. La vida era demasiado dura para perderla entre líneas. Había que hacer tantas cosas que no había tiempo que perder.
Como el mar, el tiempo va llenándose los años, uno tras otro, doblegados por los vientos, por las escasas lluvias, por el frío, por el pedrisco. Las manos se hundían en la tierra, gruesas y poderosas, y arrancaban un terrón analizar su mal. También sabían, mirando al cielo, dónde se encontraba el sur y dónde el norte. Cuándo nacerías las crías y cómo sería el clima al día siguiente. Para las demás cosas del “cielo” se quitaban la boina y agachaban la cabeza porque nunca tuvieron tiempo para poner en duda las cosas que les habían obligado a creer. Nadie podía alimentar a su familia en su lugar, ni labrarían los campos como lo hacían ellos mismos, con la dedicación de los trabajos bien hechos.
No había grandes fiestas, no se disfrutaba de comodidades. Una sola bombilla en las casas más acomodadas y un teléfono en cada comarca para los casos de urgencia. Aunque casi siempre era más fácil ir en bicicleta o en burro a buscar al médico o a la guardia civil antes que esperar a que el aparato lograse comunicar con su destino.
El futuro no existía, era un concepto demasiado alejado de la realidad, una idea remota que chocaba con el devenir cotidiano. Las realidades se medían con la calma de las sucesiones naturales: pocas se escapaban del yugo de la vida: el sol sale por el este y se pone por el oeste, los días se suceden gota a gota y es mejor que no haya sobresaltos, tampoco grandes alegrías, así el dolor será menor y la vida fluirá sin esfuerzo hacia el horizonte.
Allí, entonces, no había fines de semana en los que descansar de las madrugadas heladas de trabajo, ni días de vacaciones el la playa. No había cenas con las que celebrar los aniversarios, ni centros comerciales en los que sentirse infeliz por el escaso dinero. Sólo existía la rutina del sol y las estaciones, la exigencia de la tierra y la pulsión de los instintos más naturales: el deseo, el hambre, la sed, el sueño. Todo lo demás se escapaba de la realidad como se escapa un globo lleno de helio de las manos de un niño. La vida sólo se podía pautar por las cosas tangibles, por las horas de sol y de oscuridad, de lluvia y de sequía, de riego y de esfuerzo. La vida se movía por realidades apegadas a la tierra: el peso, el olor, la medida de las cosechas, de las moliendas, de los surcos de la piel sobre el rostro, de lo perdido, de lo ganado…
Él nació en los límites de 1914.