lunes, 22 de septiembre de 2014

Si no era estrictamente necesario


Imagen tomada de "Recambing.es"

Madrid se despertaba con un tráfico resignado de comienzos del otoño. Llovía dulcemente sobre las aceras sucias y las chaquetas comenzaban a ocultar la piel aún morena que tiritaba con la caricia del viento. 

Sandra conducía pesadamente su pequeño vehículo. Tenía muchos nuevos propósitos para el nuevo curso: regresar al gimnasio, leer más, intentar ver más a sus amigos, apagar la televisión cuando ya no le gustasen los programas y gastar su dinero con mayor rigor, pensando dos veces antes de usar la tarjeta de crédito. 

El semáforo perezoso se había vuelto a ruborizar. Miró a través del retrovisor al vehículo de atrás: alguien se maquillaba con gestos nerviosos; lápiz de ojos, colorete y un toque carmesí para los labios. Lo había visto hacer muchas veces, pero hoy, que regresaba de las vacaciones, aquel esfuerzo compulsivo le pareció un tanto angustioso. 

En el utilitario de su derecha una mujer gesticulaba desesperadamente regañando a sus hijos que acaban de comenzar una nueva batalla. La falta de sonido y la incomprensión de la escena la dejaron boquiabierta y tuvo la sensación de que el tiempo y la vida corrían en contra de todos, sin que nadie pudiera darse cuenta.

Miró hacia el coche detenido a su izquierda: un hombre vestido de traje movia los labios y las manos, concentrado en una conversación muda. Le llegaba muy amortiguado el eco del discurso que se derramaba desde el altavoz del teléfono suspendido en el salpicadero, envuelto por el humo rizado de un cigarrillo que se consumía lentamente sobre el cenicero entreabierto.

Sandra se miró entonces en el retrovisor y se preguntó si los demás la verían a ella  tan desesperada e infeliz, esforzándose por ganar más dinero para gastarlo más rápidamente en intentar olvidar lo vacía que en ese momento le pareció su existencia. “Once meses” pensó “once meses y un día de condena para poder sentirme libre otra vez”. Suspiró profundamente. 

Todos corrían a su alrededor: unos se apresuraban para alcanzar el autobús que se aproximaba a la parada, otros debían dejar a los niños a tiempo en la escuela, para encontrar un aparcamiento antes de la hora punta, algunos arañaban unos minutos para poder salir algo más pronto el viernes o para poder tomar un café en el bar antes de comenzar la jornada; en definitiva, todos empujaban el tiempo sin darse cuenta de que de esa manera la vida se consumiría mucho antes.

El semáforo parpadeó y finalmente se encendió la luz verde. Sandra arrancó y avanzó lentamente, impelida por la impaciencia del resto de los conductores que, como ovejas de un rebaño, no permitían que ningún animal se alejase de su destino. Pero ¿quién era el pastor que guiaba ese rebaño? Se preguntó inesperadamente en mitad de aquel lunes de septiembre en el que se enfrentaba al regreso a la rutina. 

Algunos creerían que el pastor es Dios, pensó, otros pensarían que es el destino o la providencia y muchos, incluso, estarían convencidos de que el pastor eran ellos mismos que, camuflados en el interior de la manada, manejaban los hilos del grupo. Pero quién sería realmente el guía, insistió mientras dirigía la vista hacia los demás vehículos que volvían a detenerse. Sandra no lograba contestar a su pregunta y eso le hizo pensar que tal vez se estaba obsesionando. Era un tanto excéntrico imaginar que existiese un titiritero que los dominase a todos, pero sobre todo era demasiado doloroso aceptar con resignación la impotencia de saberse esclavizado. 

Respiró profundamente como si desease sacar de sí todas aquellas ideas nefastas que estaban llenándola justo antes de comenzar su primera jornada. Si se sentía negativa atraería la negatividad de su entorno, era mejor que dejase atrás aquellas ideas turbias que comenzaban a angustiarla, así que, como hacía casi siempre, encendió la radio, de ese modo neutralizaría sus pensamientos y podría volver a ser feliz. 

Las voces amigas le devolvieron la calma. Bastaría con dejarse arrastrar por el oleaje y todo volvería a la normalidad. Alguien se reía a través de la emisora y bromeaba con la fastidiosa vuelta al trabajo y con las recompensas del retorno a casa aquella misma tarde, y Sandra se consoló creyéndolo mientras recordaba sus nuevos propósitos: trabajaría con más ahínco, se ganaría un ascenso, cambiaría las cortinas de su dormitorio para que pareciese más moderno, se compraría esa gabardina que tanto le había gustado, haría una escapada de fin de semana a un spa que le quitase la ansiedad, quedaría a cenar con su amiga A o con su amiga X, y se descargaría gratuitamente una de esas películas que estaban en cartel, para ahorrarse el dinero de la entrada.

Todo volvía a colocarse en su sitio. El riesgo de ansiedad había sido superado, ya podía regresar a la rutina sin miedo a perderse para siempre.


Los coches avanzaron unos metros más antes de volver a detenerse. Alguien eligió en algún lugar la sinfonía sincopada de las señales luminosas, el ritmo de la circulación humana, la desesperación contenida de algunos, la riqueza indecente de otros, el delirio de casi todos. Alguien, quién sabe si brillante o mediocre, repartió instrucciones y coordinó medidas extraordinarias para la ciudadanía cansada, mientras Sandra y otras muchas Sandras y Gonzalos y Robertos y Susanas, se resignaban dócilmente para no sufrir, si no era estrictamente necesario.