Desde mi ventana veo cientos de alfileres luminosos que taladran la débil oscuridad de la ciudad. Pasan cada día, anónimos rufianes de la prisa, roncando vulgaridades de urgencia, vomitando músicas confusas y provocando angustia.
Cuando me aturde el ruido de sus bocinas, intento imaginar los rostros que los habitan, las vidas que tiritan dentro de sus caparazones: Ellos también tendrán sueños, sufrirán dolor, mirarán hacia el cielo en busca de respuestas y necesitarán descansar la cabeza en el hombro firme de un ser querido cuando todo parezca derrumbarse. Y aunque se muestren altivos, ocultando sus miedos bajo la frialdad de un gesto hermético y bien estudiado, temblarán ante lo desconocido y evitarán la inspección de una mirada escrutadora porque se sabrán desnudos.
Desde mi ventana, una larga sucesión de vidas corren hacia su fin creyendo vivir, pero en realidad se precipitan hacia la meta, sin disfrutar de las pequeñas sorpresas del camino, ahorrando sonrisas, ternura y tiempo a cambio de rencores, envidia y frustración con los que construir murallas que los protejan.