Angelo Bronzino
El viejo silencio del cuartel crujía abandonos por las puertas descolgadas y por las ventanas rotas. Habían destrozado muchas veces los candados de la entrada y ya nadie se molestaba en volverlos a poner. Los vagabundos solían refugiarse allí del frío de la noche y de la lluvia.
A veces, por efecto de la humedad, desprendía un olor agrio, extraño, como si de la tierra surgieran vapores etílicos y era tan penetrante el flujo de esos vapores que se pegaba a la ropa delatando a los niños y a los adolescentes que se atrevían a adentrarse entre esos muros.
Durante algún tiempo, las ruinas fueron visitadas por parapsicólogos y periodistas atraídos por cierta leyenda sobre aparecidos, pero la gente del pueblo insistía en que jamás habían oído ruidos extraños, ni recordaban haber visto allí, como decían algunos, ciertos resplandores como fuegos fatuos.
Lo único cierto es que, como cualquier construcción abandonada, el cuartel tenía algo misteriosos que a veces atraía a los curiosos y que siempre refugiaba a desamparados y drogadictos, o lo que es lo mismo, a ese otro tipo de almas perdidas que no necesitan un exorcismo.
Cuando yo llegué con mis recortes de prensa, con mi mochila al hombro y mis ganas de ejercer ese periodismo que bordea las lindes de la realidad, me instalé en una habitación que me había alquilado Paca, la hermana del cura, en una casa pequeña y fría que se calentaba aún con braseros y desconocía el agua caliente. Cuando le pregunté por el cuartel, desconfió de mí y desvió la conversación. Me habló de la sierra, de los prados, de la vieja mina abandonada, de las espesas nevadas invernales de otros tiempos, que últimamente se habían reducido a una presencia esporádica e inconsistente, pero no quiso darme ninguna información sobre las ruinas.
A la mañana siguiente me calcé las botas de montaña y, con mi mochila al hombro, caminé hasta el cuartel abandonado. Hice fotografías de los muros llenos de pintadas, de las vigas de madera corrompidas que colgaban como cuerdas de la ropa al cielo raso, de las paredes embaldosadas de algunas salas, de la vieja cocina y de los retretes.
Cuando ya comenzaba a atardecer, después de haber tomado notas en mi cuaderno de apuntes y de haber revisado casi todo el recinto, descubrí la escalera de bajada al sótano. Como estaba sola y caía ya la noche, no me atreví a bajar y dejé ese recorrido para el día siguiente.
Después de la cena, se acercó hasta allí Jinés, el cura, un hombre robusto de unos sesenta años, que según me comentó había nacido y crecido en esas tierras y por ese mismo motivo había pedido su traslado a la comarca para poder volver a estar cerca de los suyos.
Era un personaje franco, con una risa rotunda y una mirada inteligente y penetrante que no permitía excusas y que te mantenía prendida a sus pupilas durante toda la conversación. Había traído una botellita de vino de misa, una delicia golosa y adictiva que me gustó más de lo que hubiera deseado confesar. Y entre conversación y charlas distendidas, llegamos al motivo de mi viaje. Por supuesto él ya había supuesto que, a pesar de la belleza del paisaje, de la atractiva gastronomía rural y de la inestimable fauna de la zona, mi único interés era el maldito cuartel en ruinas.
- Los jóvenes siempre andáis buscando la eternidad en los fantasmas en vez de en la casa de Dios. Pero creo que, al menos en este caso, te ha fallado el radar. Allí lo único que quedan son restos de ladrillo y de madera, que crujen y se quejan al pasar entre ellos como una vieja reumática.
- Sí, creo que tiene usted razón, hoy mismo he tomado estas fotografías – le comenté ofreciéndole la cámara – y no he encontrado nada de interés. Por otra parte, cuando he hablado con los vecinos, han evitado siempre el tema.
Él sonrió satisfecho y, quizá eso me empecinó más en mi decisión de seguir investigando. Aquella misma noche dejé encendida la grabadora en mi dormitorio. Ya sabía que la captura de psicofonías era improbable, pero no disponía de material sofisticado para intentar captar otras energías y la cámara fotográfica, al menos hasta el momento, no me había dejado ningún rastro espectral.
Me acosté convencida de que allí no existía ningún fenómeno paranormal y dormí plácidamente, quizá también acunada por los vapores del vino de misa. A la mañana siguiente volví a las ruinas para asegurarme de que no me había dejado ningún detalle por explorar y, con la linterna en la mano y libre de aprensiones, bajé a los sótanos del cuartel.
Allí abajo el olor era fortísimo y los ruidos, acrecentados por el eco de las salas vacías, resultaban extremadamente inquietantes. A mi espalda quedó un chorro de luz natural que arañaba la densa oscuridad en la que me estaba adentrando. Poco después, los crujidos y los ecos comenzaron ya a inquietarme, pero ese nerviosismo, en cierto modo estimulante, sólo me convencía de que estaba sugestionada y de que todo aquello era normal, producto de la vejez y del abandono.
Continué por el pasillo oscuro y, al fondo, me pareció poder ver una luz. Temí que, tal vez, algún vagabundo estuviese viviendo allí y al verme, quisiera atacarme, pero aún así continué caminando. El resplandor se movía como si se tratase del efecto de una fogata, chocaba contra las paredes embaldosadas y se derramaba por el corredor, invitándome a entrar.
Allí no había nadie y, sin embargo, cuatro antorchas de jardín iluminaban las esquinas. Nada espeluznante ocupaba la sala, tampoco había signos de presencia humana, excepto el fuego. En las paredes, había multitud pintadas obscenas, propias de adolescentes, y el suelo conservaba casi intacto, el terrazo original.
Me pareció escuchar una voz a mi espalda, me giré violentamente, asustada. Pero no pude ver a nadie. Algo decepcionada y a la vez aliviada, saqué de la grabadora la cinta que había registrado durante la noche y que aún no había escuchado, y puse otra. Dejé el aparato en el suelo, durante unos minutos y después, sin apagarlo, volví al corredor para buscar la salida.
En el camino de vuelta me asusté en varias ocasiones por que me pareció escuchar ruidos. Con la oscuridad me desorienté y tuve que retroceder en varias ocasiones antes de encontrar la salida. Una vez en la calle, bajo el sol primaveral, me reí de mis miedos y disfruté de mi paseo de vuelta: el día estaba especialmente hermoso, hacía frío pero la luz, dorada, le daba una calidez única al campo.
Una vez en mi habitación vacié la mochila, revisé las pocas fotografías que había tomado y me tumbé en la cama, con la grabadora y las dos cintas al lado para escuchar, con paciencia, el largo vacío.
La grabadora comenzó a funcionar y, efectivamente, no se escuchaba absolutamente nada anormal en la grabación de la noche anterior: pequeños crujidos y estática. Sin embargo, muchos minutos después, me pareció oír algo parecido a un susurro. Emocionada rebobiné y volví a escuchar una y otra vez hasta lograr identificar el sonido: sin duda se trataba de una que decía:
“Ellos siempre vienen a fisgar”.
Comencé a temblar de pies a cabeza. Me senté con la espalda pegada al cabecero de la cama, aterrada y, en cierto modo, feliz por lo que había logrado “cazar”. Seguí escuchando sobrecogida, pero no pude encontrar nada más. Aunque después de aquel hallazgo habría que procesar toda la grabación con detenimiento.
Enseguida, introduje la otra cinta en el reproductor. El mismo silencio llegó desde el pequeño altavoz, salpicado de crujidos. Después de cinco minutos escuché lo que me pareció un suspiro y después una voz que decía: “Vete”, coincidiendo con eso oí cómo había recogido la grabadora del suelo y, con ella encendida, recorría el camino de vuelta. Durante todo ese espacio de tiempo, las voces insistían, empujándome hacia la salida: “Márchate”, “Fuera de aquí”, “Vete”, “Esta es nuestra casa” repetía un hombre en un susurro.
Estaba tan asustada con lo que había captado, que no pude continuar ni un segundo más allí. Preparé mi bolsa, hablé con la señora, le aboné lo que le debía de la habitación más algo más por marcharme tan precipitadamente, me subí al coche y comencé mi camino de regreso a casa.
Temblando, introduje la cinta en el viejo radiocasete y continué escuchando. Cuando la grabación ya estaba a punto de llegar a su fin, exactamente en el kilómetro 325 de la autovía, oí el último mensaje que decía: “Ella va a morir, avísala, ella va a morir, no debe viajar”. Y justo en ese momento reventó uno de los neumáticos, perdí el control del coche y choqué de frente contra un camión que no tuvo tiempo de frenar.