No somos nada, apenas el parpadeo de
una estrella, unos segundos en suspensión en el infinito de un Universo que no
somos capaces de entender.
miércoles, 20 de abril de 2016
miércoles, 13 de abril de 2016
El salvador doliente de Giovanni A. Boltraffio
"El salvador adolescente"
Giovanni A. Boltraffio
Museo Lázaro Galliano (Madrid)
"Me
sobrecoge su belleza femenina y enigmática, el rostro sensible y doliente tiene
luz propia; el cabello, cae natural y sedoso, a ambos lados, amplificando el
dolor de la mirada. Una sencilla blusa cubre el pecho y un manto verde oscuro,
único toque de color, cierra el espacio,
arrinconando la piel marmórea contra la negrura del fondo. Ningún artificio
distrae al ojo de la profundidad del pensamiento que ocupa la mirada del joven
y que atraviesa cinco siglos para clavarse en un presente sorprendido. Merece
tiempo la perfecta reproducción de los labios dulcemente entreabiertos en el
decir silencioso de una palabra y la exhaustiva recreación de los pliegues que
parecen contener, sin embargo, un seno femenino. "
"Madrid. Cuaderno de viaje"
Paloma Ulloa
lunes, 11 de abril de 2016
Madrid, iglesia de las Salesas
Camino por mi ciudad como si fuese una turista. Siempre
me ha gustado esta práctica errática, paseo sin destino,
dejándome seducir por una fachada o por un personaje pétreo que me mira desde
sus alturas, como en su día hice cuando escribí “Madrid al detalle”, casi
veinte años atrás. Es un ejercicio interesante. No es extraño que a veces
alguien se detenga a mi lado y siga mi mirada para intentar averiguar por qué
me paro, por qué fotografío un balcón o sonrío, aparentemente sin motivo,
clavada ante un portal o bajo cualquier cornisa.
Hoy mi deriva me lleva hasta la iglesia de las
Salesas, ese conjunto que eleva su hermosa enormidad sobre la calle de Santa
Bárbara, cincelada contra el cielo nudoso de un Madrid que se deja palpar sin
pudor. Junto a ella tiembla el Tribunal Supremo con su ventilador de noticias macilentas que destilan vetustez y cansancio.
La entrada principal del templo se abre orgullosa, hierática, tras el
enrejado que parece querer detener a los intrusos. Se distancia de los
transeúntes sobre la escalinata gris, rodeada de un jardincillo que invita a
remolonear bajo el sol de primavera. Me dejo seducir por la
tentación y traspaso los tres arcos de la la entrada para penetrar en la nave vacía, rotunda, hermosa, bañando por el silencio más profundo.
Siempre me resultó difícil imaginar la
fe en un sitio como éste en el que el frío barroquismo pétreo de los poderosos
se aleja tanto del recogimiento y hasta del miedo medieval. Me siento entre los
bancos vacíos y observo la luz que entra atravesando los gruesos muros sin
piedad, pero no veo a Dios, sino la opulencia bochornosa de los caprichos del
poder.
El retablo del altar se eleva sobre seis robustas
columnas oscuras que parecen querer alcanzar por sí solas el cielo. En el
centro el enorme lienzo de Francisco de Mura describe la visitación de la
virgen y, sin embargo, apenas soy capaz de entretenerme en él, es tan rotunda y
tan atractiva la escultura que lo corona, con su sol dorado en lo alto que tanto
pretende y que tan poco transmite.
A la derecha el sepulcro del rey Fernando VI,
imponente, me recuerda que el tiempo vuela y que la muerte nos iguala a todos
en el instante definitivo. Y a la izquierda, custodiado por sendos leones
alados, el Duque de Tetuán descansa tendido y convertido en piedra, con el
gesto sereno y la majestad estática de la belleza inútil.
Hacia el centro de la nave, de nuevo a la izquierda,
el púlpito se pone de puntillas sobre los fieles. Es un conjunto casi orgánico,
torneado y hermoso que parece hablar más de los gozos de la carne que de la
finitud de la vida, de la bondad de Dios o de la justicia entre los hombres.
No, no logro encontrar aquí la fe. Ni bajo la hermosa
linterna de la cúpula, ni frente al sepulcro de la santa. Los ángeles no
sufren, los hombres y mujeres cincelados no conocen el dolor, no saben de las
necesidades del cuerpo y del alma, permanecen inmutables en su contemplación
pasiva, y pienso que esta iglesia no fue hecha para los humildes ni para los
desamparados, sino para los poderosos que podían dedicar su tiempo al regodeo
del ojo y de la imaginación porque no debieron preguntarse jamás cómo alimentarían
a sus hijos al día siguiente o por qué Dios los había abandonado.
Fuera, Madrid palpita. Se extiende entre calles
enredadas, salpicadas de conversaciones en voz alta, de urgencias anónimas, de
obligaciones inventadas. Fuera la gente vive y siente y se oculta y no mira
hacia el cielo en busca de un milagro, sino que palpa el futuro incierto, más
incierto cada día, lejos de la reverberación hueca de los hermosos templos que
también les pertenecen.
viernes, 1 de abril de 2016
Davos, la ciudad sin magia
La montaña en calma se
remueve, sobrecogida por la temprana llegada de la primavera. Abajo la ciudad de
Davos, grosera e impersonal en sus edificaciones menos brillantes, duerme el
descanso que le corresponde después de la temporada de esquí y se mece en un
silencio decadente, como decadente es la humanidad que la consume.
Llegué hasta aquí
buscando el rastro de una novela que me había conmovido hasta las raíces del alma, y he
encontrado los restos de una sociedad perdida. No es extraño. Thomas Mann
describía ya los primeros síntomas indiscutibles de la muerte de un mundo que
tal vez nunca existió. Aquí la gente esquía, hace negocios, se deja ver,
comprueba su solvencia y la de los que se atreven a compartir su espacio,
escucha el ronroneo del poder y del dinero en las cumbres y congresos que la
habitan y, mientras tanto, se deja fluir, viviendo de espaldas a la realidad que la sustenta.
Crespas, irreverentes, hermosas y altivas, las cumbres se recortan contra el cielo y se imponen a la ordinariez del hombre arrancado a la pequeña ciudad de su modorra sosa. Sólo ellas, con su grandeza sobrecogedora, dan testimonio de la pequeñez del ser humano que sigue venerándolas como a un dios y buscando el resguardo de su sombra para tejer sus planes de miseria y sus ideas fatuas y vacías contra el mundo.
Un sol sin nombre desgarra el visillo sutil de las nubes y estalla contra la nieve pura, astillada de abetos clavados en la roca. Una chimenea destila una voluta de humo indiferente. El sucio perfil amarillento de un edificio anodino mancha el paisaje con su presencia hostil. Del fondo, de la recepción del hotel, me llega el balbuceo gangoso de un alemán estrangulado que reverbera en el vacío del pasillo. Nos marcharemos pronto, tal vez en una hora, y
la silueta de Hans Castorp se proyectará a nuestras espaldas, con su traje
grueso y su sombrero de primavera. Sonreirá con una mueca burlona y tomará el
camino de regreso hacia Schatzalp, donde dormitará para siempre, observando la decadencia
humana desde su existencia inalterable de papel. Y así, cerrando el último capítulo, la Montaña Mágica volverá a ser mágica para siempre, aunque la ciudad a sus pies ya no conserve su esencia.
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