Richard Avedon
Siento
un rumor. Me detengo, envarado detrás de la puerta de la terraza. Me tiemblan
las piernas y el corazón golpea violentamente mi pecho como si quisiera salir
corriendo.
Comienzo
a ser demasiado mayor para este trabajo, tal vez debería dejarlo. No soporto el
miedo a que me descubran y me atrapen pero qué
podría hacer, el mundo vive sumido en la confusión, no es momento de cambiar de
negocio, tendré que seguir adelante y mantener la tradición familiar de
merodeador nocturno.
Hace
mucho frío, se me han helado los dedos de los pies. Pego la cara al cristal
helado y observo cómo el resplandor del pasillo se apaga y el eco amortiguado
de unos pasos se detiene y desaparece. Respiro hondo. Es mi momento. Fuerzo
ligeramente la puerta que cede sin hacer ruido. La casa está caliente, huele a
asado, a canela y a café. Alguien ha dejado unas mantas dobladas sobre los
brazos del sofá. Estoy tan casando. Me encantaría poder sentarme un rato,
taparme y reposar durante unos minutos.
Pienso en cómo será vivir aquí, entre estos objetos, cómo
serán las personas que ocupan estos asientos, con qué soñarán, qué esperarán de la vida, pero desperezo rápidamente mi imaginación porque debo darme
prisa.
Es
muy difícil moverse en la oscuridad en un lugar desconocido, especialmente
ahora que he engordado un poco. Abro mi
bolsa sigilosamente, en cualquier instante podrían despertarse y encontrarme
aquí y eso tendría consecuencias catastróficas.
Me apresuro, busco en los lugares comunes, me agacho, remuevo aquí y allá cosas que me estorban, para llegar hasta las que realmente son necesarias, pero el
roce de los objetos produce un rumor suave y constante cuando los agarro, un
sonido que se amplifica en mi cerebro y me obliga a detenerme una y otra vez
olfateando el aire para asegurarme de que todo sigue en calma.
Aquí
ya he terminado. Ha llegado el momento de salir. Despacio. El corazón vuelve a
revolverse en mi pecho como si fuese la primera vez. Nunca termino de
acostumbrarme, por más años que transcurran, por más viviendas que visite, por
más veces que me deslice en los salones cálidos y dormidos para traer un rayo de esperanza y de magia a este mundo enfermo.
La
puerta vuelve a ceder limpiamente, pero al volverme para cerrarla de nuevo me
encuentro unos enormes ojos grandes y redondos que me miran fijamente. No
tendrá más de siete años y está clavado en el centro de la sala con sus
zapatillas de peluche y su pijama a cuadros, las pupilas dilatadas por el miedo
y la emoción, sin atreverse a hablar.
Sonrío,
le guiño un ojo y le señalo el árbol, a cuyos pies ya descansan los paquetes
que llevan su nombre antes de desaparecer precipitadamente para que nadie más
me vea en esta noche en la que los ladrones ayudan a la magia para que el mundo
sea un poco más hermoso.
Paloma Ulloa