Fotografía de autor desconocido
Me pesan los libros, los libros que he leído y los que me quedan por leer, los que he escrito y los que se quedarán para siempre en el cajón de mi memoria, los que me nutrieron y los que me decepcionaron, los que dejé prestados y no me devolvieron, los que compré de viejo, con toda su carga de manos anónimas y los que devoré en las bibliotecas públicas cuando era un niño.
Mi tiempo ha transcurrido entre palabras como el de otros lo hace entre barcos, entre salas de hospital o tribunales. Sobre el papel he vivido las más grandes aventuras sin arriesgar mi piel ni mis fuerzas, con la certeza de que con solo cerrar la tapa del libro o del cuaderno en que escribía, terminaría el miedo, la pasión o la zozobra.
Soy viejo, tan viejo como nunca llegué a pensar que podría ser. Se me secaron las manos y se llenaron de venas inflamadas, como la piel de un árbol longevo y fuerte que hubiese crecido hacia el futuro y, sin embargo, sigo soñando como un niño, sigo imaginando escenas, conversaciones, pensamientos. Sigo batiendo personajes indefensos que encuentro en cualquier parte.
Esta mañana me miré al espejo y me observé por primera vez como a un extraño. Me entretuve en contar mis arrugas, las manchas de mi piel, el pliegue delator de mis párpados que se adormecen sobre los ojos cansados, el rictus insidioso de mis labios que se empeñan en descender hacia la barbilla amortiguada, la rebelde blancura de mis sienes. Imaginé cómo habría sido la vida de ese anciano que me observaba atentamente y salieron de él todas las cosas que he leído: las batallas, las derrotas, los héroes, los amantes, los eunucos, las mujeres, los niños, los monstruos y las hadas con las que me entretuve en otro tiempo. Y comprendí que he sido afortunado porque he vivido todas las vidas que recuerdo, la mía y la de otros.
Después me revisé, como un médico revisa a un enfermo. Tomé el pulso de mi mente, también el de mis deseos, y me sentí pletórico y dispuesto a sumergirme en otra historia. Cogí mi cuaderno de notas y comencé a escribir sin prisa, como siempre, entreteniéndome en cada giro, como lo hacía antaño, cuando nada me obligaba, cuando aún no me esperaba un lector al otro lado de mis palabras, cuando el tiempo entero me pertenecía y el porvenir era una idea lejana y profunda que no me reflejaba.
No sé si acabaré los libros que me esperen apilados sobre la mesilla de noche. No sé si lograré concluir mi próxima novela, que ya revolotea como una mariposa insatisfecha entre mis parietales. Lo único que me inquieta es dónde irán todos mis personajes cuando ya no esté, dónde quedarán los que aún no he creado, los que a veces me tientan desde la intimidad de mi cerebro. Qué será de todas las historias que no enhebró mi pluma. A veces creo que se quedarán flotando en el aire y que otros los encontrarán y darán vida y, otras, siento que morirán conmigo, para siempre, víctimas de mi incapacidad o mi desgana.
Si por casualidad, cuando yo ya no esté, los encontraran por ahí, desorientados, buscando una salida, acójanlos, denles cobijo pues son almas perdidas, las almas que este viejo no pudo o no supo rescatar de las tinieblas.
Paloma Ulloa