Camila fingía que leía. Lo hacía para llamar la atención de su padre, para que la mirase durante unos segundos y le acariciase el pelo con una sonrisa orgullosa en los labios. Para que la viera siempre cerca mientras él trabajaba. Y de tanto fingir que leía comenzó a hacerlo, y se enredó para siempre en la aventura de los libros y, un buen día, mucho tiempo después, fue Camila la que se descubrió revolviendo el cabello de su hijo, que se sentaba pegado a su sombra, para fingir que leía.