Cada sábado me levanto con el deseo de salir a la calle a comprar mis periódicos. Es un deseo teórico y cálido, una idea perfeccionada por la imaginación, compuesta de pequeños oasis de curiosidad saciados por novedades editoriales, entrevistas, prometedores viajes y sugerentes invitaciones artísticas.
Espero ese momento, como una niña que ve acercarse la Navidad, y me recreo en el olor a papel entintado, mientras ojeo las noticias, antes de seleccionar mis “bocados” favoritos. A veces descubro un título que me llena de inquietud, o una reflexión que me llega hasta los oídos como un eco de mi propio pensamiento, y me conmuevo.
Pero, cada semana descubro con desaliento la lenta desaparición de los kioscos que, con la misma humilde resignación con la que, ya hace tiempo, se apagaron las luces de las olorosas tiendas de ultramarinos o de las blancas panaderías embaldosadas de conversaciones amistosas, dejan de existir en el más desolador de los silencios; e, igual que un día los últimos compradores románticos tuvieron que cambiar los pequeños anaqueles de las tiendas de barrio por los anchos pasillos de los supermercados, nosotros, los que no queremos renunciar a mancharnos los dedos con la tinta del diario, nos vemos empujados a comprar el periódico en el impersonal bazar de una gasolinera, entre las bebidas refrigeradas y los panes prehorneados. Y me resultan extraños esta resignación y este olvido: el de los que no añoran a ese vecino que durante décadas les vendió la prensa con una sonrisa, y el de los que llegaron al público con su información y sus revistas, gracias a un pequeño ejército de vendedores que madrugaban hasta la extenuación, soportando los duros fríos invernales y los calores estivales.
Yo, por mi parte, mientras no cesen de rugir las rotativas, con sus almas industriales de rodillos perfumados, seguiré patrullando las aceras en busca de un vendedor de prensa que quiera entregarme un pedazo del presente perecedero e impreso, con el que llenar algunas horas de mi pequeña rebeldía.