© Satoki Nagata
Había estado lloviznando toda la tarde. Los anchos grumos de nieve
y hielo comenzaban a deshacerse lentamente. Marcelo y Juan se alejaban por la
acera lúcida, encogidos dentro de sus largos abrigos negros.
Ya no quedaba nada por hacer, la célula permanecería dormida aún
durante unas horas, cobijada en aquella pequeña casa anónima del centro de la
ciudad. Ya habíamos recibido las últimas instrucciones y no debíamos volver a conectar con la organización hasta que el trabajo hubiera finalizado. Miré de nuevo a través de la
ventana. Hubiera preferido marcharme con ellos en vez de hacer guardia porque el
silencio me obligaba a pensar y me inquietaba.
Paseé por la casa vacía. Las
habitaciones en penumbra parecían contener una calma hostil, los relojes pautaban un tiempo denso y sofocante que me enloquecía. Me refugié en
el dormitorio y me tendí sobre la cama, pero mi cabeza no paraba de trabajar a
un ritmo frenético: “Ahora estarán llegando al centro”. “Ahora habrán colocado
el temporizador”. “Ahora estarán en la estación, recogiendo los equipos”.
Me revolví sobre la colcha. Me sudaban las manos. Intenté recordar
todo lo que había memorizado: planos, direcciones, instrucciones precisas, pero
los números y las calles se enredaban en mi mente en una fiesta de confusión
estremecedora. Una gran presión se apoderó de mi pecho. No me entraba
aire en los pulmones que comenzaron a quemarme como cuando me instruía en el
desierto y sentía el viento denso que me abrasaba azotándome la cara.
Me senté en la cama: aún estaba a tiempo de remediarlo, solicitaría
la baja inmediata; podrían designar un sustituto que manejase los artefactos
con más soltura que yo, alguien con sangre fría al que no le temblaran las
manos, que no pusiera en duda los motivos ni los métodos de la causa.
Salí al pasillo, el sudor bañaba mis sienes. Un calambre encogió
mi estómago obligándome a doblarme sobre mí misma y tuve que hacer un gran
esfuerzo para arrastrarme hasta el teléfono.
El tono de la línea sonó pesadamente. Me pareció que tardaban una
eternidad en contestar pero finalmente oí una voz masculina, muy pausada, al
otro lado. Recuerdo que hablé atropelladamente. Se me llenaron los ojos de
lágrimas mientras suplicaba que me relevaran del servicio alegando enfermedad e
incluso incompetencia y cuando terminé, temí que la línea hubiera sufrido algún
corte porque no se oía nada.
- ¿Me oye? – grité al auricular.
- Sí, – me respondieron - lo he oído todo.
- Entonces comprenderá que tienen que relevarme inmediatamente. No
seré capaz de hacerlo, pondré en riesgo la misión y a mis compañeros. – Hablaba
tan deprisa que apenas tenía tiempo de respirar.
- No. – La voz, serena pero implacable, se detuvo justo detrás del
monosílabo.
- No. – Repetí sin aliento.
- No habrá un sustituto, no te relevaremos. Tú te has comprometido
con esta misión y tú la llevarás a cabo.
–Se detuvo un instante como esperando que las palabras calaran en mí - No
tengas dudas, has sido entrenada duramente, te hemos obligado a hacer cosas
inimaginables, te hemos llevado al límite de tus fuerzas, puedes estar segura
de que, cuando llegue el momento, harás un gran servicio a la causa”.
- La causa. – Repetí como una autómata - Pero yo…
- No hay marcha atrás. - Sentenció la voz - Nadie puede abandonar.
Inmediatamente después se cortó la comunicación y me quedé con el
auricular pegado al oído sintiendo el titubeo de la línea. Las piernas no me
sostenían, me sentía agotada.
“No tengo elección” pensé, “tendré que seguir adelante pase lo que
pase”. Volví a tumbarme. Me temblaban las piernas y me pesaban los párpados,
terrosos. Poco después estaba profundamente dormida pero, en algún momento,
mientras caía en el sueño, deseé no volver despertar jamás.
Me sobresalté cuando se abrió la puerta de la calle y sentí las
voces claras de Marcelo y de Juan que se sacudían el frío de los abrigos y
dejaban sus pesados fardos en el corredor. Una resignación gomosa me ayudó a
levantarme para salir a su encuentro.
- Ya está todo preparado - sentenció Marcelo.
- Está bien - Respondí.
Se sentaron a la mesa de la cocina y se dispusieron a cenar, pero
yo no quise acompañarlos. Con la excusa de que prefería prepararme
concienzudamente antes de comenzar, tomé mi ropa de trabajo y me encerré en el
cuarto de baño. Desde allí oía su conversación queda. Parecían tranquilos,
hablaban como se hace en una noche cualquiera. Tintineaban los vasos y los
cubiertos, se hacían pequeñas pausas entre las palabras, como si nada de lo que
sucedería en unas horas tuviese importancia, como si miles de ojos expectantes,
palpitantes en la oscuridad, no estuvieran pendientes del éxito de nuestra misión.
Sentí náuseas, me incliné sobre el retrete y vomité sacudiéndome
como un muñeco. Un sudor frío me cubrió todo el cuerpo. Cuando por fin logré
serenarme, me incorporé con dificultad, me lavé la cara, me vestí lentamente y
me peiné mirándome fijamente en el espejo queriendo penetrar a través de
mis pupilas hasta ese lugar en el que habitaba la voluntad testaruda que me
había empujado hasta esa noche.
- Está bien, – me dije mientras me pasaba las manos por la cara
para arrancarme la angustia - ¡vamos!
Salí al pasillo, llamé a los muchachos y, tomando los voluminosos fardos, salimos a la noche.
Un viento frío recorría la calle. Había dejado de llover y ahora se
estaban formando unos finos cristales de hielo sobre el asfalto.
- Caminad con cuidado, no conviene tener incidentes que nos puedan
delatar. - Dije con un aplomo que no logré reconocer como mío.
Avanzamos hasta alcanzar la plaza mayor, activamos el temporizador
y sincronizamos los relojes.
- Si todo sale bien nos encontraremos en este mismo lugar un
minuto antes del amanecer, si no… - dudé sobre cuáles serían las instrucciones
que debía darles en caso de fracaso, pero preferí dejar la frase suspenso -
¡Buena suerte!
Nos dispersamos. Todos habíamos memorizado nuestros objetivos, la
organización era extremadamente inflexible en ese punto: no podíamos usar
ningún instrumento electrónico que fuese rastreable, ni documentos de
identidad, ni cuadernos o notas.
Debíamos continuar siendo células invisibles hasta el final.
Me acerqué al primer objetivo, saqué una ganzúa y forcé la
entrada. Me deslicé suavemente, con movimientos rápidos y silenciosos y me
encontré en un recibidor minado de zapatos, abrigos y juguetes. Sorteé los
obstáculos sin hacer ruido. Tenía la boca seca y me temblaba el corazón en el
pecho como un pájaro enjaulado.
Me detuve un segundo para adaptarme a los rumores de la casa y
para cerciorarme de que nadie me había visto entrar. Consulté mi reloj,
comprobé de nuevo que no había una alarma conectada y me dirigí de puntillas
hasta la siguiente habitación.
Abrí mi bolsa y saqué los artefactos que debía depositar en el
lugar convenido. Inmediatamente, con la ligereza de haber logrado superar con
éxito la primera etapa, me deslicé en la oscuridad hasta alcanzar la salida.
Estaba pletórica, había recuperado el dominio sobre mí misma. Y
con paso firme me dirigí hasta mi siguiente objetivo. Me deslicé en el patio de
una gran casa de vecinos. Allí tendría que franquear varios accesos. Recordé el
ruta que había memorizado y me dirigí hacia una puerta lateral, pero inesperadamente
se encendieron las luces y alguien salió a tirar la basura.
Oculta en las sombras contuve la respiración y esperé. El
desconocido se entretuvo una eternidad fumando un cigarrillo. Daba la impresión
de hacerlo a escondidas porque cuando terminó se introdujo un chicle en la boca
y olfateó sus manos y su camisa.
Finalmente se perdió en la claridad del portal y yo esperé a que la
oscuridad volviera a protegerme. Ascendí por las escaleras muy lentamente,
deteniéndome cada poco tiempo para cerciorarme del silencio. Cuando alcancé la
primera puerta me pegué a ella y escuché. Allí vivía uno de los objetivos
preferentes, había que ser especialmente escrupuloso al depositar el artefacto,
debía ser una entrega rápida y sigilosa, una buena parte de la misión dependía
de ello, pero superé el momento sin dificultad y me lancé a la carrera a
completar el recorrido.
La noche pasó anormalmente rápido. Cuando terminé comprobé mi
reloj, debía dirigirme al punto de encuentro, pero estaba sensiblemente alejada
y sólo faltaban diez minutos para que comenzase a amanecer. Pronto estallarían
los gritos, los nervios, la confusión, pero para entonces nosotros deberíamos
haber desaparecido sin dejar rastro.
Corrí con todas mis fuerzas. Ya no llevaba peso en la bolsa y eso
me permitió ser más ágil. Me crucé con unas sombras esquivas y me oculté en los soportales, pero cuando apenas me faltaban unos metros para alcanzar mi
meta, comprobé que uno de los desconocidos era Juan, que se dirigía ágilmente
hacia el punto de encuentro y el otra, más alto y desgarbado, era Marcelo, que
arrastraba su bolsa como si fuese un niño disgustado.
Nos abrazamos insensatamente en mitad del silencio roto del
amanecer, mirándonos con los ojos brillantes de excitación y de cansancio.
- Misión cumplida – susurró Marcelo.
- Sí, misión cumplida – repetí exultante mientras los empujaba para
alejarlos de la primera claridad del día
que ya corría a nuestro encuentro.
Antes de penetrar en la sala de espera de la estación donde
desapareceríamos para siempre, nos detuvimos un instante a ver el amanecer que
se alzaba a nuestra espalda, furioso por no haber logrado atraparnos y Juan,
con un sollozo ahogado, dijo entre dientes:
– ¡Lo logramos! ¡Ahora tendrán lo que se han merecido!
Nos dimos la vuelta y encaramos el portal de los talleres por
donde accederíamos a las cloacas. Pero a lo lejos ya se sentía el rumor de la
mañana y los primeros niños se despertaban, excitados y asustados, dispuestos a desgarrar los coloridos papeles que envolvían sus artefactos a pilas, sus
muñecas, sus trenes eléctricos, los deseos que habíamos logrado
entregarles sin que nadie, absolutamente nadie, pudiera interceptarnos. El
secreto de la Navidad regresaba intacto a la Central y pequeños y mayores podrían
seguir soñando porque la magia continuaría viva en algún lugar maravilloso, en una
tierra ignota, donde miles de seres anónimos la hacemos posible cada año.
Paloma Ulloa