viernes, 26 de diciembre de 2014

La causa



© Satoki Nagata 

Había estado lloviznando toda la tarde. Los anchos grumos de nieve y hielo comenzaban a deshacerse lentamente. Marcelo y Juan se alejaban por la acera lúcida, encogidos dentro de sus largos abrigos negros.

Ya no quedaba nada por hacer, la célula permanecería dormida aún durante unas horas, cobijada en aquella pequeña casa anónima del centro de la ciudad. Ya habíamos recibido las últimas instrucciones y no debíamos volver a conectar con la organización hasta que el trabajo hubiera finalizado. Miré de nuevo a través de la ventana. Hubiera preferido marcharme con ellos en vez de hacer guardia porque el silencio me obligaba a pensar y me inquietaba.

Paseé por la casa vacía. Las habitaciones en penumbra parecían contener una calma hostil, los relojes pautaban un tiempo denso y sofocante que me enloquecía. Me refugié en el dormitorio y me tendí sobre la cama, pero mi cabeza no paraba de trabajar a un ritmo frenético: “Ahora estarán llegando al centro”. “Ahora habrán colocado el temporizador”. “Ahora estarán en la estación, recogiendo los equipos”.

Me revolví sobre la colcha. Me sudaban las manos. Intenté recordar todo lo que había memorizado: planos, direcciones, instrucciones precisas, pero los números y las calles se enredaban en mi mente en una fiesta de confusión estremecedora. Una gran presión se apoderó de mi pecho. No me entraba aire en los pulmones que comenzaron a quemarme como cuando me instruía en el desierto y sentía el viento denso que me abrasaba azotándome la cara.

Me senté en la cama: aún estaba a tiempo de remediarlo, solicitaría la baja inmediata; podrían designar un sustituto que manejase los artefactos con más soltura que yo, alguien con sangre fría al que no le temblaran las manos, que no pusiera en duda los motivos ni los métodos de la causa.

Salí al pasillo, el sudor bañaba mis sienes. Un calambre encogió mi estómago obligándome a doblarme sobre mí misma y tuve que hacer un gran esfuerzo para arrastrarme hasta el teléfono.

El tono de la línea sonó pesadamente. Me pareció que tardaban una eternidad en contestar pero finalmente oí una voz masculina, muy pausada, al otro lado. Recuerdo que hablé atropelladamente. Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras suplicaba que me relevaran del servicio alegando enfermedad e incluso incompetencia y cuando terminé, temí que la línea hubiera sufrido algún corte porque no se oía nada.

- ¿Me oye? – grité al auricular.

- Sí, – me respondieron - lo he oído todo.

- Entonces comprenderá que tienen que relevarme inmediatamente. No seré capaz de hacerlo, pondré en riesgo la misión y a mis compañeros. – Hablaba tan deprisa que apenas tenía tiempo de respirar.

- No. – La voz, serena pero implacable, se detuvo justo detrás del monosílabo.

- No. – Repetí sin aliento.

- No habrá un sustituto, no te relevaremos. Tú te has comprometido con esta misión y tú la llevarás  a cabo. –Se detuvo un instante como esperando que las palabras calaran en mí - No tengas dudas, has sido entrenada duramente, te hemos obligado a hacer cosas inimaginables, te hemos llevado al límite de tus fuerzas, puedes estar segura de que, cuando llegue el momento, harás un gran servicio a la causa”.

- La causa. – Repetí como una autómata - Pero yo…

- No hay marcha atrás. - Sentenció la voz - Nadie puede abandonar.

Inmediatamente después se cortó la comunicación y me quedé con el auricular pegado al oído sintiendo el titubeo de la línea. Las piernas no me sostenían, me sentía agotada.

“No tengo elección” pensé, “tendré que seguir adelante pase lo que pase”. Volví a tumbarme. Me temblaban las piernas y me pesaban los párpados, terrosos. Poco después estaba profundamente dormida pero, en algún momento, mientras caía en el sueño, deseé no volver despertar jamás.

Me sobresalté cuando se abrió la puerta de la calle y sentí las voces claras de Marcelo y de Juan que se sacudían el frío de los abrigos y dejaban sus pesados fardos en el corredor. Una resignación gomosa me ayudó a levantarme para salir a su encuentro.

- Ya está todo preparado - sentenció Marcelo.

- Está bien - Respondí.

Se sentaron a la mesa de la cocina y se dispusieron a cenar, pero yo no quise acompañarlos. Con la excusa de que prefería prepararme concienzudamente antes de comenzar, tomé mi ropa de trabajo y me encerré en el cuarto de baño. Desde allí oía su conversación queda. Parecían tranquilos, hablaban como se hace en una noche cualquiera. Tintineaban los vasos y los cubiertos, se hacían pequeñas pausas entre las palabras, como si nada de lo que sucedería en unas horas tuviese importancia, como si miles de ojos expectantes, palpitantes en la oscuridad, no estuvieran pendientes del  éxito de nuestra misión.

Sentí náuseas, me incliné sobre el retrete y vomité sacudiéndome como un muñeco. Un sudor frío me cubrió todo el cuerpo. Cuando por fin logré serenarme, me incorporé con dificultad, me lavé la cara, me vestí lentamente y me peiné mirándome fijamente en el espejo queriendo penetrar a través de mis pupilas hasta ese lugar en el que habitaba la voluntad testaruda que me había empujado hasta esa noche.

- Está bien, – me dije mientras me pasaba las manos por la cara para arrancarme la angustia - ¡vamos!

Salí al pasillo, llamé a los muchachos y, tomando los  voluminosos fardos, salimos a la noche.

Un viento frío recorría la calle. Había dejado de llover y ahora se estaban formando unos finos cristales de hielo sobre el asfalto.

- Caminad con cuidado, no conviene tener incidentes que nos puedan delatar. - Dije con un aplomo que no logré reconocer como mío.

Avanzamos hasta alcanzar la plaza mayor, activamos el temporizador y sincronizamos los relojes.

- Si todo sale bien nos encontraremos en este mismo lugar un minuto antes del amanecer, si no… - dudé sobre cuáles serían las instrucciones que debía darles en caso de fracaso, pero preferí dejar la frase suspenso - ¡Buena suerte!

Nos dispersamos. Todos habíamos memorizado nuestros objetivos, la organización era extremadamente inflexible en ese punto: no podíamos usar ningún instrumento electrónico que fuese rastreable, ni documentos de identidad, ni cuadernos o notas. Debíamos continuar siendo células invisibles hasta el final.

Me acerqué al primer objetivo, saqué una ganzúa y forcé la entrada. Me deslicé suavemente, con movimientos rápidos y silenciosos y me encontré en un recibidor minado de zapatos, abrigos y juguetes. Sorteé los obstáculos sin hacer ruido. Tenía la boca seca y me temblaba el corazón en el pecho como un pájaro enjaulado.

Me detuve un segundo para adaptarme a los rumores de la casa y para cerciorarme de que nadie me había visto entrar. Consulté mi reloj, comprobé de nuevo que no había una alarma conectada y me dirigí de puntillas hasta la siguiente habitación.

Abrí mi bolsa y saqué los artefactos que debía depositar en el lugar convenido. Inmediatamente, con la ligereza de haber logrado superar con éxito la primera etapa, me deslicé en la oscuridad hasta alcanzar la salida.

Estaba pletórica, había recuperado el dominio sobre mí misma. Y con paso firme me dirigí hasta mi siguiente objetivo. Me deslicé en el patio de una gran casa de vecinos. Allí tendría que franquear varios accesos. Recordé el ruta que había memorizado y me dirigí hacia una puerta lateral, pero inesperadamente se encendieron las luces y alguien salió a tirar la basura.

Oculta en las sombras contuve la respiración y esperé. El desconocido se entretuvo una eternidad fumando un cigarrillo. Daba la impresión de hacerlo a escondidas porque cuando terminó se introdujo un chicle en la boca y olfateó sus manos y su camisa.

Finalmente se perdió en la claridad del portal y yo esperé a que la oscuridad volviera a protegerme. Ascendí por las escaleras muy lentamente, deteniéndome cada poco tiempo para cerciorarme del silencio. Cuando alcancé la primera puerta me pegué a ella y escuché. Allí vivía uno de los objetivos preferentes, había que ser especialmente escrupuloso al depositar el artefacto, debía ser una entrega rápida y sigilosa, una buena parte de la misión dependía de ello, pero superé el momento sin dificultad y me lancé a la carrera a completar el recorrido.

La noche pasó anormalmente rápido. Cuando terminé comprobé mi reloj, debía dirigirme al punto de encuentro, pero estaba sensiblemente alejada y sólo faltaban diez minutos para que comenzase a amanecer. Pronto estallarían los gritos, los nervios, la confusión, pero para entonces nosotros deberíamos haber desaparecido sin dejar rastro.

Corrí con todas mis fuerzas. Ya no llevaba peso en la bolsa y eso me permitió ser más ágil. Me crucé con unas sombras esquivas y me oculté en los soportales, pero cuando apenas me faltaban unos metros para alcanzar mi meta, comprobé que uno de los desconocidos era Juan, que se dirigía ágilmente hacia el punto de encuentro y el otra, más alto y desgarbado, era Marcelo, que arrastraba su bolsa como si fuese un niño disgustado.

Nos abrazamos insensatamente en mitad del silencio roto del amanecer, mirándonos con los ojos brillantes de excitación y de cansancio.

- Misión cumplida – susurró Marcelo.

- Sí, misión cumplida – repetí exultante mientras los empujaba para alejarlos de la  primera claridad del día que ya corría a nuestro encuentro.

Antes de penetrar en la sala de espera de la estación donde desapareceríamos para siempre, nos detuvimos un instante a ver el amanecer que se alzaba a nuestra espalda, furioso por no haber logrado atraparnos y Juan, con un sollozo ahogado, dijo entre dientes:

– ¡Lo logramos! ¡Ahora tendrán lo que se han merecido!


Nos dimos la vuelta y encaramos el portal de los talleres por donde accederíamos a las cloacas. Pero a lo lejos ya se sentía el rumor de la mañana y los primeros niños se despertaban, excitados y asustados, dispuestos a desgarrar los coloridos papeles que envolvían sus artefactos a pilas, sus muñecas, sus trenes eléctricos, los deseos que habíamos logrado entregarles sin que nadie, absolutamente nadie, pudiera interceptarnos. El secreto de la Navidad regresaba intacto a la Central y pequeños y mayores podrían seguir soñando porque la magia continuaría viva en algún lugar maravilloso, en una tierra ignota, donde miles de seres anónimos la hacemos posible cada año.

Paloma Ulloa

viernes, 21 de noviembre de 2014

Un poema de otoño de Carlos Murciano


"Está noviembre alzando
su castillo de arena. Está la tarde
abierta y leve, como el ala sola
de algún pájaro solo. Están los árboles
revestidos del cobre de la muerte.
Está creciendo el mundo de nadie".
Fragmento de "Los asombros" de Carlos  Murciano

lunes, 22 de septiembre de 2014

Si no era estrictamente necesario


Imagen tomada de "Recambing.es"

Madrid se despertaba con un tráfico resignado de comienzos del otoño. Llovía dulcemente sobre las aceras sucias y las chaquetas comenzaban a ocultar la piel aún morena que tiritaba con la caricia del viento. 

Sandra conducía pesadamente su pequeño vehículo. Tenía muchos nuevos propósitos para el nuevo curso: regresar al gimnasio, leer más, intentar ver más a sus amigos, apagar la televisión cuando ya no le gustasen los programas y gastar su dinero con mayor rigor, pensando dos veces antes de usar la tarjeta de crédito. 

El semáforo perezoso se había vuelto a ruborizar. Miró a través del retrovisor al vehículo de atrás: alguien se maquillaba con gestos nerviosos; lápiz de ojos, colorete y un toque carmesí para los labios. Lo había visto hacer muchas veces, pero hoy, que regresaba de las vacaciones, aquel esfuerzo compulsivo le pareció un tanto angustioso. 

En el utilitario de su derecha una mujer gesticulaba desesperadamente regañando a sus hijos que acaban de comenzar una nueva batalla. La falta de sonido y la incomprensión de la escena la dejaron boquiabierta y tuvo la sensación de que el tiempo y la vida corrían en contra de todos, sin que nadie pudiera darse cuenta.

Miró hacia el coche detenido a su izquierda: un hombre vestido de traje movia los labios y las manos, concentrado en una conversación muda. Le llegaba muy amortiguado el eco del discurso que se derramaba desde el altavoz del teléfono suspendido en el salpicadero, envuelto por el humo rizado de un cigarrillo que se consumía lentamente sobre el cenicero entreabierto.

Sandra se miró entonces en el retrovisor y se preguntó si los demás la verían a ella  tan desesperada e infeliz, esforzándose por ganar más dinero para gastarlo más rápidamente en intentar olvidar lo vacía que en ese momento le pareció su existencia. “Once meses” pensó “once meses y un día de condena para poder sentirme libre otra vez”. Suspiró profundamente. 

Todos corrían a su alrededor: unos se apresuraban para alcanzar el autobús que se aproximaba a la parada, otros debían dejar a los niños a tiempo en la escuela, para encontrar un aparcamiento antes de la hora punta, algunos arañaban unos minutos para poder salir algo más pronto el viernes o para poder tomar un café en el bar antes de comenzar la jornada; en definitiva, todos empujaban el tiempo sin darse cuenta de que de esa manera la vida se consumiría mucho antes.

El semáforo parpadeó y finalmente se encendió la luz verde. Sandra arrancó y avanzó lentamente, impelida por la impaciencia del resto de los conductores que, como ovejas de un rebaño, no permitían que ningún animal se alejase de su destino. Pero ¿quién era el pastor que guiaba ese rebaño? Se preguntó inesperadamente en mitad de aquel lunes de septiembre en el que se enfrentaba al regreso a la rutina. 

Algunos creerían que el pastor es Dios, pensó, otros pensarían que es el destino o la providencia y muchos, incluso, estarían convencidos de que el pastor eran ellos mismos que, camuflados en el interior de la manada, manejaban los hilos del grupo. Pero quién sería realmente el guía, insistió mientras dirigía la vista hacia los demás vehículos que volvían a detenerse. Sandra no lograba contestar a su pregunta y eso le hizo pensar que tal vez se estaba obsesionando. Era un tanto excéntrico imaginar que existiese un titiritero que los dominase a todos, pero sobre todo era demasiado doloroso aceptar con resignación la impotencia de saberse esclavizado. 

Respiró profundamente como si desease sacar de sí todas aquellas ideas nefastas que estaban llenándola justo antes de comenzar su primera jornada. Si se sentía negativa atraería la negatividad de su entorno, era mejor que dejase atrás aquellas ideas turbias que comenzaban a angustiarla, así que, como hacía casi siempre, encendió la radio, de ese modo neutralizaría sus pensamientos y podría volver a ser feliz. 

Las voces amigas le devolvieron la calma. Bastaría con dejarse arrastrar por el oleaje y todo volvería a la normalidad. Alguien se reía a través de la emisora y bromeaba con la fastidiosa vuelta al trabajo y con las recompensas del retorno a casa aquella misma tarde, y Sandra se consoló creyéndolo mientras recordaba sus nuevos propósitos: trabajaría con más ahínco, se ganaría un ascenso, cambiaría las cortinas de su dormitorio para que pareciese más moderno, se compraría esa gabardina que tanto le había gustado, haría una escapada de fin de semana a un spa que le quitase la ansiedad, quedaría a cenar con su amiga A o con su amiga X, y se descargaría gratuitamente una de esas películas que estaban en cartel, para ahorrarse el dinero de la entrada.

Todo volvía a colocarse en su sitio. El riesgo de ansiedad había sido superado, ya podía regresar a la rutina sin miedo a perderse para siempre.


Los coches avanzaron unos metros más antes de volver a detenerse. Alguien eligió en algún lugar la sinfonía sincopada de las señales luminosas, el ritmo de la circulación humana, la desesperación contenida de algunos, la riqueza indecente de otros, el delirio de casi todos. Alguien, quién sabe si brillante o mediocre, repartió instrucciones y coordinó medidas extraordinarias para la ciudadanía cansada, mientras Sandra y otras muchas Sandras y Gonzalos y Robertos y Susanas, se resignaban dócilmente para no sufrir, si no era estrictamente necesario.

martes, 26 de agosto de 2014

Ellos siempre vienen a fisgar (Relato nº 83)


Angelo Bronzino

El viejo silencio del cuartel crujía abandonos por las puertas descolgadas y por las ventanas rotas. Habían destrozado muchas veces los candados de la entrada y ya nadie se molestaba en volverlos a poner. Los vagabundos solían refugiarse allí del frío de la noche y de la lluvia.
A veces, por efecto de la humedad, desprendía un olor agrio, extraño, como si de la tierra surgieran vapores etílicos y era tan penetrante el flujo de esos vapores que se pegaba a la ropa delatando a los niños y a los adolescentes que se atrevían a adentrarse entre esos muros.
Durante algún tiempo, las ruinas fueron visitadas por parapsicólogos y periodistas atraídos por cierta leyenda sobre aparecidos, pero la gente del pueblo insistía en que jamás habían oído ruidos extraños, ni recordaban haber visto allí, como decían algunos, ciertos resplandores como fuegos fatuos.
Lo único cierto es que, como cualquier construcción abandonada, el cuartel tenía algo misteriosos que a veces atraía a los curiosos y que siempre refugiaba a desamparados y drogadictos, o lo que es lo mismo, a ese otro tipo de almas perdidas que no necesitan un exorcismo.
Cuando yo llegué con mis recortes de prensa, con mi mochila al hombro y mis ganas de ejercer ese periodismo que bordea las lindes de la realidad, me instalé en una habitación que me había alquilado Paca, la hermana del cura, en una casa pequeña y fría que se calentaba aún con braseros y desconocía el agua caliente. Cuando le pregunté por el cuartel, desconfió de mí y desvió la conversación. Me habló de la sierra, de los prados, de la vieja mina abandonada, de las espesas nevadas invernales de otros tiempos, que últimamente se habían reducido a una presencia esporádica e inconsistente, pero no quiso darme ninguna información sobre las ruinas.
A la mañana siguiente me calcé las botas de montaña y, con mi mochila al hombro, caminé hasta el cuartel abandonado. Hice fotografías de los muros llenos de pintadas, de las vigas de madera corrompidas que colgaban como cuerdas de la ropa al cielo raso, de las paredes embaldosadas de algunas salas, de la vieja cocina y de los retretes.
Cuando ya comenzaba a atardecer, después de haber tomado notas en mi cuaderno de apuntes y de haber revisado casi todo el recinto, descubrí la escalera de bajada al sótano. Como estaba sola y caía ya la noche, no me atreví a bajar y dejé ese recorrido para el día siguiente.
Después de la cena, se acercó hasta allí Jinés, el cura, un hombre robusto de unos sesenta años, que según me comentó había nacido y crecido en esas tierras y por ese mismo motivo había pedido su traslado a la comarca para poder volver a estar cerca de los suyos.
Era un personaje franco, con una risa rotunda y una mirada inteligente y penetrante que no permitía excusas y que te mantenía prendida a sus pupilas durante toda la conversación. Había traído una botellita de vino de misa, una delicia golosa y adictiva que me gustó más de lo que hubiera deseado confesar. Y entre conversación y charlas distendidas, llegamos al motivo de mi viaje. Por supuesto él ya había supuesto que, a pesar de la belleza del paisaje, de la atractiva gastronomía rural y de la inestimable fauna de la zona, mi único interés era el maldito cuartel en ruinas.
- Los jóvenes siempre andáis buscando la eternidad en los fantasmas en vez de en la casa de Dios. Pero creo que, al menos en este caso, te ha fallado el radar. Allí lo único que quedan son restos de ladrillo y de madera, que crujen y se quejan al pasar entre ellos como una vieja reumática.
- Sí, creo que tiene usted razón, hoy mismo he tomado estas fotografías – le comenté ofreciéndole la cámara – y no he encontrado nada de interés. Por otra parte, cuando he hablado con los vecinos, han evitado siempre el tema.
Él sonrió satisfecho y, quizá eso me empecinó más en mi decisión de seguir investigando. Aquella misma noche dejé encendida la grabadora en mi dormitorio. Ya sabía que la captura de psicofonías era improbable, pero no disponía de material sofisticado para intentar captar otras energías y la cámara fotográfica, al menos hasta el momento, no me había dejado ningún rastro espectral.
Me acosté convencida de que allí no existía ningún fenómeno paranormal y dormí plácidamente, quizá también acunada por los vapores del vino de misa. A la mañana siguiente volví a las ruinas para asegurarme de que no me había dejado ningún detalle por explorar y, con la linterna en la mano y libre de aprensiones, bajé a los sótanos del cuartel.
Allí abajo el olor era fortísimo y los ruidos, acrecentados por el eco de las salas vacías, resultaban extremadamente inquietantes. A mi espalda quedó un chorro de luz natural que arañaba la densa oscuridad en la que me estaba adentrando. Poco después, los crujidos y los ecos comenzaron ya a inquietarme, pero ese nerviosismo, en cierto modo estimulante, sólo me convencía de que estaba sugestionada y de que todo aquello era normal, producto de la vejez y del abandono.
Continué por el pasillo oscuro y, al fondo, me pareció poder ver una luz. Temí que, tal vez, algún vagabundo estuviese viviendo allí y al verme, quisiera atacarme, pero aún así continué caminando. El resplandor se movía como si se tratase del efecto de una fogata, chocaba contra las paredes embaldosadas y se derramaba por el corredor, invitándome a entrar.
Allí no había nadie y, sin embargo, cuatro antorchas de jardín iluminaban las esquinas. Nada espeluznante ocupaba la sala, tampoco había signos de presencia humana, excepto el fuego. En las paredes, había multitud pintadas obscenas, propias de adolescentes, y el suelo conservaba casi intacto, el terrazo original.
Me pareció escuchar una voz a mi espalda, me giré violentamente, asustada. Pero no pude ver a nadie. Algo decepcionada y a la vez aliviada, saqué de la grabadora la cinta que había registrado durante la noche y que aún no había escuchado, y puse otra. Dejé el aparato en el suelo, durante unos minutos y después, sin apagarlo, volví al corredor para buscar la salida.
En el camino de vuelta me asusté en varias ocasiones por que me pareció escuchar ruidos. Con la oscuridad me desorienté y tuve que retroceder en varias ocasiones antes de encontrar la salida. Una vez en la calle, bajo el sol primaveral, me reí de mis miedos y disfruté de mi paseo de vuelta: el día estaba especialmente hermoso, hacía frío pero la luz, dorada, le daba una calidez única al campo.
Una vez en mi habitación vacié la mochila, revisé las pocas fotografías que había tomado y me tumbé en la cama, con la grabadora y las dos cintas al lado para escuchar, con paciencia, el largo vacío.
La grabadora comenzó a funcionar y, efectivamente, no se escuchaba absolutamente nada anormal en la grabación de la noche anterior: pequeños crujidos y estática. Sin embargo, muchos minutos después, me pareció oír algo parecido a un susurro. Emocionada rebobiné y volví a escuchar una y otra vez hasta lograr identificar el sonido: sin duda se trataba de una que decía:
“Ellos siempre vienen a fisgar”.
Comencé a temblar de pies a cabeza. Me senté con la espalda pegada al cabecero de la cama, aterrada y, en cierto modo, feliz por lo que había logrado “cazar”. Seguí escuchando sobrecogida, pero no pude encontrar nada más. Aunque después de aquel hallazgo habría que procesar toda la grabación con detenimiento.
Enseguida, introduje la otra cinta en el reproductor. El mismo silencio llegó desde el pequeño altavoz, salpicado de crujidos. Después de cinco minutos escuché lo que me pareció un suspiro y después una voz que decía: “Vete”, coincidiendo con eso oí cómo había recogido la grabadora del suelo y, con ella encendida, recorría el camino de vuelta. Durante todo ese espacio de tiempo, las voces insistían, empujándome hacia la salida: “Márchate”, “Fuera de aquí”, “Vete”, “Esta es nuestra casa” repetía un hombre en un susurro.
Estaba tan asustada con lo que había captado, que no pude continuar ni un segundo más allí. Preparé mi bolsa, hablé con la señora, le aboné lo que le debía de la habitación más algo más por marcharme tan precipitadamente, me subí al coche y comencé mi camino de regreso a casa.
Temblando, introduje la cinta en el viejo radiocasete y continué escuchando. Cuando la grabación ya estaba a punto de llegar a su fin, exactamente en el kilómetro 325 de la autovía, oí el último mensaje que decía: “Ella va a morir, avísala, ella va a morir, no debe viajar”. Y justo en ese momento reventó uno de los neumáticos, perdí el control del coche y choqué de frente contra un camión que no tuvo tiempo de frenar.
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sábado, 16 de agosto de 2014

El gigante de la Transición se desploma



Dicen que a veces los sueños se entretienen en las ramas del tiempo y allí quedan detenidos sin motivo. Tal vez España se enredó en su propio sueño y se durmió en él y ahora despierta en esta pesadilla intrusa en la que nos encontramos; en la que el nombre heroico de la Transición se desploma como un gigante con pies de barro y nos deja con las manos vacías y la memoria enferma.

Tal vez debimos pedir más, aspirar a más y no conformarnos con una libertad partida que miraba ciegamente hacia el futuro, intentando olvidar un pasado gangrenado que antes o después tendría que alcanzarnos. Quizá deberíamos haber exigido a los adalides de la nueva libertad sus referencias humanas antes de dejar en sus manos, inocentemente, el timón de nuestras vidas.


Pero todo eso es pasado, ahora tendremos que exigir como ciudadanos maduros lo que como niños ilusionados no supimos pedir antes. Es el momento de que la política comience a ser un referente para el pueblo y no un pozo infecto en el que todo se salva con una mentira más o con un nuevo chivo expiatorio arrojado a las llamas de los sacrificios por el bien común del resto de la escoria. Tal vez, por fin, es la hora de que cada ciudadano tenga un nombre y una mirada, y no sea un número que añadir a una lista de criaturas invisibles a las que trasegar de un extremo a otro de una encuesta como gotas entre vasos deformados.

Paloma Ulloa