Podría haber sido un hombre cualquiera, de una ciudad cualquiera.
Podría haber seguido estudiando medicina como quería su padre y haber heredado la
pequeña consulta bien amueblada en una calle elegante del centro de la ciudad;
pero prefirió marcharse, soportando la mirada decepcionada de sus progenitores,
aquella tarde helada del mes de enero, cuando se despidieron en el andén de la estación con el
convencimiento de que nunca más volverían a encontrarse.
Jamás se arrepintió de haberse marchado, ni siquiera cuando todo
parecía demostrar que se había equivocado y que no debería haber abandonado el
acogedor hogar burgués en el que había sido educado bajo el respeto a dios y la iglesia; pero en algún lugar de su
infancia algo debió de torcerse porque comenzó a pensar por sí mismo sin que
nadie pudiera sospecharlo, dejándose crecer a la sombra de los grandes relojes
que pautaban el tiempo de su infancia en el salón y en la nutrida biblioteca de
su padre, en la que soñaba volando sobre las páginas marchitas de los viejos
volúmenes largamente olvidados.
No, no se arrepintió de nada, ni del frío que carcomía sus horas
infinitas en el ático mal aislado de una buhardilla minúscula en la Rue de
Poiteou, encaramada en unas escaleras retorcidas como huesos engarfiados, ni de
la soledad de las palabras garabateadas con una pluma rasposa, mientras se
acurrucaba en una manta que alguien le había regalado. Todo había merecido la
pena, se decía, por haber podido paladear la libertad con la que se enfrentaba
cada mañana a las horas infinitas, jugosas de expectativas e incertidumbres.
A menudo, cuando el invierno se hacía cruel, se refugiaba en algún
bar sonámbulo, y combatía el hambre con un café con leche y un panecillo
tostado con el que pasaría el resto del día, mientras consumía cuadernos
escolares e imágenes cinematográficas henchidas de poesía.
Pasó mucho tiempo hasta que terminó aquella primera obra escuálida
y vacilante que dirigió a Gallimard aún a sabiendas de que jamás la publicarían,
pero con la pasión desbocada de su pulso joven y entusiasta, envolvió el
paquete en un papel marrón, lo ató con un cordel fino, pegó los sellos,
costosos y brillantes y rotuló, con su mejor letra de colegial, la dirección en
la que habitaban sus sueños. Al terminar, tras haber entregado al funcionario
de correos el fruto de sus largos meses de trabajo, se quedó desamparado,
vacío, incómodo en su propia piel. Durante muchos días no fue capaz de imaginar
otro relato y se sintió extraño, como una sombra anónima perdida en la ciudad de las palabras.
Pasaron las semanas con ese desasosiego que sienten los recién
amputados cuando notan todavía el cosquilleo de un miembro recientemente extirpado. Se sentaba ante su ventana o en el café y dejaba la mente en blanco, insegura,
fija en el vuelo cadencioso de la lluvia, en el paso sonoro de un
transeúnte solitario, en la monotonía de los minutos vacíos que deshojaba el
reloj indolente en su muñeca; hasta que un día se dio cuenta de que había empezado
a escribir otra novela y ya, apenas se acordaba de aquel primer intento que aún
esperaba respuesta sobre alguna mesa anónima de algún lector cansado.
Y volvió a trabajar sin descanso, desde que entregaba las últimas baguettes hasta que el cansancio o el hambre
le vencían y le obligaban a separarse del curso de esa historia que transcurría
por meandros inimaginables. Pero incluso soñando iba añadiendo pedazos a su
monstruo de papel, notaba cómo cada parte abría una nueva puerta o un reguero
distinto de situaciones, de emociones que imaginaba más que conocía. El mundo
que crecía en su interior florecía ahora sin esfuerzo, como empujado por una
mano invisible que susurrase las palabras a la pluma inquieta y veloz, adherida
al papel como una lamprea enfebrecida. Y con esa intensidad indefensa crecieron
entre sus manos tres novelas más que hicieron el viaje de ida y vuelta hasta la editorial
esquiva.
Con el correr de los meses encontró un nuevo trabajo, más cómodo y
confortable, en una pequeña librería que frecuentaba desde su llegada a París.
El viejo dependiente le veía entrar casi todas las tardes, acariciar las
cubiertas de los libros apilados sobre las mesas y en las estanterías,
hojearlos y detenerse leyendo en voz baja algunas páginas, pero nunca se decidía a comprar uno. Él mismo le explicó al librero, sin vergüenza y sin orgullo, como
contaba todas las cosas que sentía, que ahora no podía comprar libros porque
apenas le llegaba el dinero para comer, pero que no cambiaría por nada la vida
que había elegido, ni el dudoso y frágil futuro que estaba construyendo paso a
paso. Tal vez el librero le entendió, o quizá simpatizó con él por su
inocencia, o quién sabe si por fin encontró el relevo que llevaba esperando
tanto tiempo, el sucesor que asumiera la carga de las páginas impresas, el olor
a tinta nueva y del papel envilecido, el ronroneo constante de la curiosidad de
los clientes que buscaban sin saber y compraban bajo el influjo de un nuevo
diseño o de un nombre repetido en un periódico; y al final de una de esas
conversaciones le ofreció un trabajo que le permitiría escribir en un lugar
cálido y leer sin mesura cuanto cupiese en su memoria.
Y así nació su quinta novela, como un milagro que fluía sin respiro. Los personajes atravesaban sin más las puertas de la tienda y
entraban en su mundo para siempre, quedando capturados en la tela de araña de
su pluma. Durante dos inviernos trabajó sin descanso, encorvado en una esquina,
leyendo y corrigiéndose a sí mismo con una disciplina inquebrantable, y al llegar la
siguiente primavera se encontró con un grueso fajo de papel, meticulosamente
envuelto, de camino a la estafeta de correos donde lo expidió con satisfacción, hacia Gallimard.
Sintió un gran alivio en su interior al enviarla. Caminó bajo el
sol cálido, sacó del bolsillo de su chaqueta un libro antiguo, y comenzó a leer
las frases de otros, paladeando el reencuentro con sus viejos autores favoritos. Después paseó
por un París dorado por el sol y respiró el aire transparente y fresco que
llegaba del Sena. Hacía mucho tiempo que no pensaba en el pasado y le pareció
extraño no haber sentido nunca nostalgia del paisaje de la infancia o de sus
padres. De la niñez tenía el recuerdo de los abrigos incómodos y escasos que
nunca llegaban a protegerle del frío lacerante, las camisas
irritantes que le picaban sobre la piel, los zapatos estrechos y brillantes que
utilizaba los domingos para ir a misa y sobre todo, el silencio sepulcral que
se instalaba entre sus padres, como una electricidad mortificante que le
aplastaba hasta hacerle invisible. Fue un paseo largo y fructífero que le llevó
a reconciliarse con el tiempo transcurrido, con la escasas cartas que le
llegaban desde su ciudad natal, siempre cargadas de reproches, con los intentos
frustrados de entenderlos y entenderse que se habían sucedido sin éxito durante esos años.
Dos meses después de aquella tarde de recreo, recibió una carta solitaria en
el pequeño buzón de lata que colgaba del patio de la casa. Sobre el papel
cálido, rampaba el sello luminoso de la editorial y por unos segundos pensó que
había habido algún error. Leyó repetidas veces el nombre del destinatario y,
tras comprobar que era correcto, se metió la carta en el bolsillo de la chaqueta y subió las escaleras sinuosas con el corazón agitado. Abrió la puerta
de un empujón, acercó la silla a la ventana y comenzó a darle vueltas al sobre,
sin atreverse a abrirlo, mientras se hacía reflexiones insensatas: tal vez
habían rechazado el manuscrito y se ahorraban el gasto de devolverlo, o quizá
le comunicaban que debía pasar otro filtro antes de saber si sería aceptado, o
sencillamente le pedían excusas por haber perdido el original y le solicitaban que
lo enviase de nuevo. Por fin, respirando hondo, se dispuso a desgarrar el
papel, extrajo la hoja bien doblada y cuando la tuvo ante sí, se obligó a
fijarse en todos los detalles, la fecha exacta: París, 25 de mayo de 1952, la
firma sencilla y bien trazada, el logotipo azul en el encabezamiento; y sólo
cuando hubo revisado todo se dispuso a descifrar el contenido. Leyó lentamente,
afianzando bien cada frase antes de continuar. Quien le escribía lo hacía
utilizando ese lenguaje esmerado del respeto y escogiendo meticulosamente las
palabras. Sí, aceptaban publicar su
obra, que habían encontrado interesante, y le pedían que acudiese a una reunión
en sus oficinas para acordar las condiciones y firmar el contrato. Le invitaban
a que hiciese una llamada telefónica para obtener una cita concreta y se
despedían de él cordialmente, agradeciéndole que hubiese depositado su
confianza en su firma para ofrecerles su inestimable trabajo.
Apenas podía respirar. Sintió una presión confusa en el pecho que
era una mezcla de alegría y de aprensión. Hurgó con las manos trémulas en el
bolsillo buscando unas monedas, pero no encontró nada. Salió a la calle como un
sonámbulo, buscando un teléfono y llegó hasta la librería casi sin darse
cuenta. El propietario levantó la cabeza al sentir la campanilla y sonriéndole
dijo:
- Llegas pronto.
Pero en seguida se dio cuenta de que su empleado estaba pálido y
le temblaban las manos.
- ¿Qué te ocurre? ¿No querrás pedirme un anticipo? – bromeó.
- No, no – respondió a media voz y
le extendió la carta que llevaba arrugada en la mano como única
respuesta. El hombre la leyó ávidamente, alzó los ojos sorprendido,
conmocionado y le abrazó.
- Ne… - titubeó él – necesito un teléfono.
- Un teléfono, claro, tienes que llamar a la editorial, por
supuesto. – Se pasó la mano por la frente. – Pero antes de llamar tienes que
calmarte, estás pálido como un muerto. Te traeré un café. – Se dirigió al bar que
había justo enfrente y volvió con humeante vaso de café con leche.
- Bebe, – le ordenó – te sentará bien.
Mientras intentaba serenarse compartieron el humo del tabaco y comenzaron a hablar
pausadamente, como habían hecho durante todas las tardes desde hacía dos años.
Poco a poco recuperó el dominio de sí mismo y se sintió capaz de realizar
aquella llamada.
La conversación fue breve y cordial. Debía presentarse cuatro días
más tarde, a las diez en punto de la mañana, en la sede de la editorial, donde
le recibiría personalmente el director para acordar las condiciones y firmar el
contrato. Él no supo qué decir, pero la secretaria que le atendía deshizo con desenvoltura el silencio y se despidió de él cordialmente
deseándole una feliz jornada.
Tras el nacimiento público de aquella primera novela llegaron
muchas otras. Dejó el escondite helado de la Rue de Poiteou y habitó otras
habitaciones, y otros apartamentos, más cálidos y confortables. Y después de
aquella primera carta, se sucedieron muchas otras en las que le invitaban a
participar en coloquios, a dar conferencias, a cambiarse de editorial y hasta a
patrocinar una beca; pero hubo algo que jamás cambió, siguió dirigiéndose cada mañana
a la vieja librería del señor Crayencour, continuó hojeando y leyendo con
veneración los libros que vendía, y compartió conversaciones con los
clientes, exactamente igual que el anterior propietario las había compartido
con él, por el simple placer de hablar entre, con y de libros. Y, tal vez, si
algún amante de la buena literatura empuja por curiosidad, o por placer, la pequeña
puerta de madera de esa librería más vieja que antigua que aún sobrevive en la Rue Vielle du Temple, encontrará
a un anciano pequeño, de manos sarmentosas y piel cetrina, que le venderá un
libro maravilloso, con una sonrisa cómplice, sin que usted pueda sospechar que
le atiende uno de los mejores y más reconocidos escritores de toda Francia.
Paloma Ulloa