Sarolta Ban
Como un cíclope,
Edmundo miraba con su único ojo hacia la puerta de la librería de segunda mano
que regentaba en el barrio viejo de la ciudad. Cuando sonaba la campanilla
indiscreta y alzaba la vista, casi siempre descubría la actitud insegura de un
delator o de un confidente que, escudándose en su anonimato, dejaría bajo los
primeros volúmenes del expositor de la entrada, una traición cobarde y
sin sentido.
Edmundo los reconocía
por la sordidez de su vergüenza, por la previsible cobardía de sus preguntas
esquivas sobre cualquier novela y por el breve intercambio comercial que se
desarrollaba sobre su mostrador con el tintineo de las monedas que se manejan
con mano temblorosa.
Después, con su sucia
cosecha bajo el brazo, caminaba hacia el café, se sentaba al
fondo y esperaba a que algún empleado de los servicios secretos ocupase la mesa contigua y retirase discretamente el sobre marrón que llevaba en su
interior la muerte o, en el peor de los casos, la destrucción de otra vida.
Con el tiempo, el asco
que se había producido a sí mismo por haberse visto obligado bajo tortura, a
colaborar con el estado, se fue transformando en un odio sin fronteras
contra los que vendían, gota a gota, la sangre más pura del país para dejarla al albur de
la soberbia de unos pocos déspotas que se alzaban de puntillas sobre la
convicción de su invulnerabilidad.
Pero aquella mañana del 8
de noviembre, soleada de primaveras porteñas, fue diferente. Sonó la
campanilla y alzó la vista con la boca ladeada en un gesto de asco que se
quebró en el aire al ver la silueta demasiado joven, demasiado ligera y desenvuelta de una
muchacha que empujaba con ímpetu la puerta quejosa y le miraba de frente,
dirigiéndose a él sin artificios.
- Buenos días. -
Canturreó - Estoy buscando a Edmundo Morales.
Él notó cómo se le
arrugaba algo en las entrañas, algo gomoso, justo en la boca del estómago, y no
logró responder. Pero ella esperaba, con su sonrisa nueva, sin urgirle.
- Se que trabaja
aquí. - Le miró detenidamente - Llevo mucho tiempo buscándole.
Edmundo titubeó. Las primeras
palabras le salieron rasposas de silencio y de desuso, después logró dominar su voz:
- Yo soy ¿Qué desea
de mí?
- Sí, ya lo sabía
- Dijo ella riéndose despreocupadamente, dejando que el sonido alegre de su garganta chocara
contra todos aquellos viejos libros apilados que parecían recibir su alegría
con gratitud. Extendió su mano en un gesto espontáneo de saludo - Yo soy Nana.
Tal vez ella esperaba
que aquel nombre despertase algún recuerdo en él, pero no fue así.
Seguramente quedó decepcionada pero no desfalleció:
- Nana, de Giovanna -
Volvió a canturrear alegremente.
"Giovanna"
repitió Edmundo, y aquel eco del pasado rompió el dique de la memoria
trayéndole de pronto un torrente de impresiones, de olores, de esperanzas que
venían de mucho tiempo atrás, de cuando aún tenía confianza en el ser humano,
de cuando había intentado luchar contra la maldita dictadura y había creído que
un sólo hombre podía ser capaz de mover el mundo.
"Giovanna",
volvió a decir. Y la recordó tan joven, tan hermosa como esa muchacha que tanto
se le parecía. ¿Qué habría sido de Vanna? ¿Dónde había ido a parar su recuerdo? Tal vez por miedo a delatarla en los interminables interrogatorios o en las visitas recurrentes de los servicios de inteligencia
la había borrado de su memoria como se borra un mal sueño que ahora venía de
nuevo a las orillas de esa librería oscura y sucia, de esa cárcel en la que
sobrevivía sin vivir, envenenado por la culpa.
- Ella se marchó
justo a tiempo. - Dijo Edmundo como para sí mismo - Yo tendría que haberla
seguido unos días después pero... - Se detuvo, se le acumulaban los
recuerdos, las voces. El pensamiento que había mantenido reprimido, doblegado
durante décadas, ahora quería salírsele todo de una sola vez con tanta
urgencia que se le derramó en lágrimas que babeaban
sin decoro de su ojo izquierdo.
- Sí, nosotras nos
marchamos justo a tiempo - Dijo Nana tomándole de la mano y volviéndole a mirar
de frente, como no le habían mirado desde que el mundo se había convertido en
un barro gris y doloroso que lo envolvía todo.
-
"Nosotras" - repitió llenándose de asombro - "Nosotras"...
- y aquellas palabras se fueron abriendo camino en su inteligencia - Tú....
Ella... Nosotros...
La puerta volvió a
abrirse con el rumor cansino de la madera dilatada y en el umbral se recortó
otra silueta de mujer, más mayor, más firme y certera pero igualmente hermosa
que le vino a su encuentro sonriendo.
- Vanna - dijo -
Vanna. - Y la abrazó con desesperación, con sorpresa, con alivio, como un náufrago
se agarra a su tabla de salvación. Pero enseguida la retiró violentamente. - Aquí corres peligro ¿A qué has venido? Ellos te detendrán - miró a Nana -
Os detendrán... Después de estar a salvo, después de haber escapado de la
tortura, del miedo, de la muerte.
Ella le acarició la
cara, le acarició la tela negra que tapaba el ojo ausente y le dijo:
- Ya no, por fin todo
ha acabado, por fin todo ha acabado...
Edmundo la miraba
sorprendido, intentando abarcar en un solo vistazo los veinte años transcurridos,
la belleza de la mirada doblegada, la sutil sonrisa perfilada de carmín.
- Vanna. - Volvió a
decir y un dolor agudo y largo, como el filo de un cuchillo impertinente le
partió el pecho en dos y apagó la luz de su memoria.
"Vanna"
iba diciendo mientras la ambulancia, renegada, atravesaba rugiendo la ciudad
para salvarlo de sí mismo.
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