miércoles, 24 de julio de 2013

La extraña desaparición



Edward Hopper

Después de largos años de litigios heredé la villa que había pertenecido a mi tío abuelo, el gran autor de relatos de terror Walter Quiroga. El edificio seguía conservando ese halo de misterio que quedó flotando a su alrededor después de su extraña desaparición, sesenta años atrás.
 
Se trataba de una bellísima casa victoriana, romántica y magnética que se asomaba al acantilado como si fuese a dar un salto al vacío, por lo que decidí, empujado por un desacostumbrado impulso, compartir esa pequeña joya con los demás, convirtiéndola en un hotel literario junto al mar.
 
Al entrar por primera vez en ella, tras cumplir con todos los trámites que la hacía definitivamente mía, me entregué casi obsesivamente a buscar y recuperar todos los objetos que habían sobrevivido al abandono y al polvo, entre los que estaban algunos de los cuadernos manuscritos de mi tío, su abundante biblioteca, un pequeño laboratorio fotográfico y una importante cantidad de mobiliario que necesitaba pasar por el taller del restaurador para resucitar su belleza.
 
Varios meses después, tras haber arrancado la humedad de las vigas de madera y de la susurrante madera del piso y cambiar la distribución de las habitaciones con el consejo experto de un arquitecto de interiores, sólo quedaba ambientar las estancias según el gusto de la época y de eso, me encargué yo personalmente: elegí el papel pintado de las paredes, las gruesas cortinas de damasco y los muebles que más se asemejaban a las viejas fotografías familiares.
 
Después distribuí cuidadosamente por las estancias los objetos restaurados que realmente habían pertenecido al autor e incluso recuperé la ambientación gótica de algunos de sus relatos más famosos para las dos suites del ático. Y así a finales del otoño de 1997, todo estuvo dispuesto y esperando para que, durante la primavera siguiente, el hotel literario más inquietante y romántico de toda la costa, fuese inaugurado bajo los focos de la prensa y de la alta sociedad.
 
Sin embargo, una mañana fría en la que las últimas hojas de los árboles eran arrancadas sin piedad de las sarmentosas ramas inquietantes, recibí una visita inesperada en mi despacho: el famoso novelista Gustavo Lippi, con su melena leonada de artista y su reconocible capa oscura se presentó ante mi secretaria disculpándose por su repentina llegada y asegurando que el motivo de semejante atropello era lo suficientemente importante como para poder disculpar su descortesía.
 
Le hice pasar inmediatamente a mi despacho, por supuesto, y le atendí como se merecía. Le ofrecí una reconfortante taza de té y escuché entre asombrado y satisfecho, lo que con tanta urgencia había venido a pedirme:

- Verá señor Quiroga - comenzó a decir titubeando - Durante el último verano pasé unos días como invitado en la casa que los señores Ibérruren tiene junto al mar, – Hizo una pausa dándome tiempo a asimilar la importancia social de la familia que le había acogido antes de continuar – y en uno de mis paseos matutinos en busca de tranquilidad y de inspiración, acabé ante la fachada de una preciosa villa del siglo pasado que descansaba sobre el acantilado como una hermosa suicida.
 
Asentí satisfecho ante el elogio y ante la sospecha que comenzaba a tejerse en mi cabeza sobre el motivo real de aquella extraordinaria visita. El autor, algo huraño, esquivaba mi mirada directa y sólo me dedicaba pequeñas ojeadas por encima de la pesada montura de sus gafas.
 
- Lo cierto señor es – subrayando empalagosamente su cortesía inquieta - que en cuanto me topé con su villa supe que ese y no otro será el lugar en el que podré por fin terminar de escribir mi novela. – Hizo una pausa dramática antes de continuar  en un tono casi suplicante - Allí, inspirado por el mar, aislado de la tensión de la ciudad, podré trabajar sin interrupciones, estoy seguro, estoy seguro.

- En realidad, como usted bien sabrá – le dije para intentar hacerle comprender que, por el momento no podía cumplir con sus deseos - el edificio acaba de ser completamente renovado y transformado en hotel, pero no abrirá sus puertas hasta el próximo verano, cuando comience la temporada de baños … - Esperé un segundo para ver cómo recibía mis palabras. Él, sobrecogido ante mi educada negativa, pareció encogerse como si un calambre le hubiese atravesado el estómago y, conmovido, reconsideré mi decisión sobre la marcha – Sin embargo…

- Lo comprendo – comenzó a decir precipitadamente, sin haberse percatado de que yo mismo había abierto una puerta de esperanza a su deseo - pero esa bella casa se ha convertido para mí en una auténtica obsesión. Cuando regresé a la ciudad después de mi retiro estival, comencé a buscar información sobre el edificio, sobre sus propietarios, sobre su historia. Incluso he soñado con ella en varias ocasiones. Es como  si el destino, en el que yo nunca he creído, me guiase hasta ella inevitablemente…

Le escuché atentamente, incluso con cierta simpatía ya que, no me resultaba en absoluto ajena aquella espontaneidad tan creativa de la que había oído hablar durante mi infancia y que, en algunas ocasiones, muy pocas por cierto, a yo mismo había experimentado, como en esa locura de construir un hotel literario junto al mar, así que, totalmente sobrecogido por la arrebatadora pasión de aquel hombre, suspiré y dije:

- De acuerdo, Señor Lippi, si para usted es tan importante vivir durante unos meses en la que fuese la casa de mi tío-abuelo, creo que podremos llegar a algún acuerdo satisfactorio para ambos…

El escritor sonrió satisfecho por primera vez y  la conversación, a partir de ese momento, perdió su cariz tortuoso y fluyó cordialmente. Las negociaciones fueron sencillas y sorprendentemente rápidas y, a su salida de mi despacho, llevaba bajo el brazo un contrato firmado que le permitía disfrutar de la villa  en exclusividad, durante los próximos siete meses.

Quince días más tarde, Don Gustavo Lippi, pertrechado con su computadora portátil y su escaso equipaje, se instalaba frente al ancho y profundo océano que había visto repetidamente en sus sueños. Sin deshacer siquiera las maletas, recorrió cada una de las habitaciones con el entusiasmo de un niño. Se entretuvo en la nutrida biblioteca de la planta baja; en el salón, amueblado con confortables sofás y dotado con un hermoso telescopio de latón. Se sorprendió con el gabinete de los espejos, que recordaba angustiosamente el relato “el reflejo fantasma”; y quedó fascinado, en la primera planta, con el estudio del escritor, en el que se encontró con la máquina de escribir, negra y pesada, con la que Walter Quiroga había escrito siempre sus inquietantes relatos.

Emocionado como un niño, acarició las letras redondas de latón y sintió un deseo intenso de comenzar a trabajar inmediatamente, precisamente con aquella antigualla, a pesar de que sus dedos, acostumbrados a deslizarse sobre el jabonoso teclado de su computadora portátil, tendrían que ejercitarse violentamente contra aquellas groseras teclas metálicas.

Impulsivamente reorganizó el cuarto de manera que la gran mesa quedase situada ante el ancho ventanal mirando al mar y, en el centro, instaló la vieja máquina, colocando a su alrededor toda la documentación que había ido recopilando en los meses anteriores.

Tras acomodar su ropa y sus objetos de aseo, se dirigió a la casa de la guardesa que se encargaría del mantenimiento y limpieza de la finca durante su estancia, le dejó un listado con los alimentos que necesitaría tener siempre en la nevera y le dio un juego de llaves para que pudiera entrar y salir sin perturbar su trabajo o sus horas de sueño.

Una vez liberado de sus obligaciones, se dispuso a comprar folios y cinta entintada para la máquina de escribir. Lo primero lo adquirió enseguida en una papelería cercana, donde le aseguraron que aquellos los recambios para las máquinas de escribir habían desaparecido prácticamente del mercado, pero que si para él era tan importante, podrían intentar ponerse en contacto con su proveedor habitual para que buscase entre los objetos en desuso de sus viejos almacenes. Algo contrariado, continuó su paseo hacia la salida de la pequeña ciudad y, entre los últimos árboles de la avenida, se topó con una vieja almoneda, casi escondida tras los destartalados y mugrientos cristales de una barraca de madera. Empujó la puerta chirriante que accionó la pequeña campanilla suspendida del techo que sacó de su ensoñación a una anciana de ojos pardos que descansa en la oscuridad.

Sin mediar palabra, la mujer se levantó trabajosamente, revolvió en un cajón grande y profundo y dejó dos pequeños paquetes sobre el mostrador en los que se podía leer “cinta para máquinas de escribir”. Lippi sintió un extraño vacío en el estómago, pero tomó lo que había ido a buscar, dejó unas monedas sobre la vieja madera cuarteada y se marchó enseguida, sin mirar atrás.

Aún era temprano, el sol declinaba lentamente en el horizonte y él se sentía feliz como hacía tiempo que no le ocurría. Retornó a su nuevo hogar y, aquella misma tarde, comenzó a escribir apasionadamente.

Enseguida se dio cuenta de que las palabras le surgían con una fluidez desconocida. Los dedos se movían instintivamente sobre las viejas teclas con tal naturalidad que quedó deslumbrado. Sentía una energía creadora y feliz desconocida hasta el momento, porque la literatura siempre le había producido una mezcla de placer y de dolor que le llevaba a un estado de ansiedad e inseguridad extremos justo antes de comenzar la recta final de una novela. Sin embargo en esta ocasión vivía un estado de felicidad extrema, un reencuentro con la ilusión de crear que le parecía casi imposible.

Pasó el resto del día sentado a la mesa, sin moverse, en el silencio cálido de la casa vacía. De vez en cuando alzaba la mirada hacia el profundo mar gris como para cargarse de energía y volvía a sumergirse inmediatamente en el trabajo sin desasosiego ni impaciencia. Las campanas de la iglesia dieron las ocho, las nueve, las diez de la noche y el repiqueteo de las teclas no cesaba. En la oscuridad rumorosa del océano, el brillante y lejano faro rasgaba la negrura y dejaba vislumbrar la silueta de una isla, apenas perceptible durante el día. Los fogonazos, rítmicos, atraían una y otra vez la mirada de Lippi que, sin embargo, no dejaba de trabajar ni un segundo.

Revisó maquinalmente las palabras que se alineaban sobre el papel ¡Qué extraño! Lo que estaba escribiendo no parecía formar parte de su historia, nada tenía que ver con el argumento sobre el que llevaba trabajando durante varios años, pero no le dio demasiada importancia, lo dejó correr porque se sentía feliz con esa nueva y espontánea manera de crear, tan alegre, casi salvaje.

Cuando finalmente, bien entrada la madrugada, dejó de trabajar y la casa quedó en calma, reunió todos los folios, alineándolos con unos golpecitos en el margen de la mesa y después, agotado, sin quitarse siquiera la ropa, se tumbó sobre la cama y se quedó dormido.

Despertó pasado el medio día, cuando escuchó que la guardesa lo llamaba desde el zaguán para avisarle de su llegada. Se sentía algo mareado y con un fuerte dolor de cabeza como si sufriese los efectos de una terrible resaca. Bajó las escaleras tambaleándose y le pidió a la mujer que le preparase un abundante desayuno. Devoró huevos revueltos, queso, jamón, yogur, fruta y café con leche y cuando terminó, tuvo de nuevo ese deseo vital de ponerse a trabajar, esa alegría desacostumbrada que le impulsaba de nuevo a sentarse en su estudio para continuar la tarea.

Tomó el montón de páginas que había escrito y comenzó a leer. Como ya había comprobado el día anterior, había escrito un texto muy alejado a su estilo habitual y a la temática de su novela, pero no le dio demasiada importancia, lo consideró un ejercicio de calentamiento, un trabajo de adecuación con el espacio y con la nueva manera de enfrentarse a él, y lo valoró positivamente.

Pero la narración dio un giro inesperado que él no recordaba: se adentraba en una truculenta historia en la que el protagonista descubría un asesinato atroz, cerca del faro. Una mujer terriblemente mutilada, aparecía medio desnuda, con un extraño símbolo tatuado en el dorso de la mano, algo parecido a una luna y una estrella. Después se sucedían una serie de investigaciones que llevaban a la policía hasta el rastro de una secta que realizaba brutales rituales. Toda una morbosa y retorcida trama con la que el escritor se quedó realmente conmocionado.

Intentó tranquilizarse y abrió el periódico que le había dejado la asistenta sobre el escritorio. Espantado comprobó que, en primera página, se describía el mismo asesinato que él había descrito la noche anterior. En el artículo se detallaba meticulosamente el lugar y las condiciones del hallazgo y se comentaban someramente las primeras pesquisas de la policía.

Una náusea le llegó hasta la garganta. Entró corriendo en el cuarto de baño. Notaba cómo le temblaban las piernas. Se miró en el espejo, aterrorizado y se lavó la cara para intentar reaccionar. Después abrió la ducha y se dejó calmar por el agua que corría desbocada sobre su cabeza y su espalda. Envuelto en un albornoz se dirigió hasta el salón, encendió la perezosa chimenea y, página a página, destruyó la narración, contemplando aliviado cómo las llamas deshacían el horror que su retorcida mente había creado, con la estúpida esperanza de que la noticia, igual que el relato, desapareciera de las indelebles páginas del diario.

Había decidido tomarse unos días de descanso y no volver a escribir por un tiempo, además, no lograba que las ideas volvieran a centrarse en el proyecto original y pensó que debía apartar la máquina de escribir de su escritorio y retomar la saludable costumbre de trabajar con la computadora, más fría y menos romántica, pero también menos peligrosa.

Sin embargo cuando se acercó de nuevo a la mesa, se sintió de nuevo atrapado por el extraño influjo de la máquina y, sentándose otra vez ante el escritorio, comenzó a teclear intensamente, como si hubiese entrado en trance.

Varios días después, se despertó con la ropa sucia y revuelta sobre la cama. No recordaba nada de lo que había estado haciendo y tenía un terrible dolor de cabeza que le impedía abrir los ojos. Escuchó a la guardesa en el piso inferior. Se arrastró como pudo hasta la ducha y se vistió, dejando en la cesta la ropa apestosa que acababa de quitarse. Toda la habitación tenía un ambiente espeso y agrio, abrió la ventana y entró un viento fresco que alivió su cansancio. Cuando la mujer le vio entrar en la cocina le preguntó, solícita:

- ¿Se encuentra usted bien? Tiene mala cara.

- Sí, sí, no se preocupe – contestó – es sólo que me duele mucho la cabeza. A veces, mientras escribo, tengo migrañas, será por el esfuerzo – dijo intentando tranquilizarla. – Si no le importa me gustaría comer algo, lo que sea, tengo la sensación de llevar una semana sin probar bocado.

Mientras esperaba vio que sobre la mesa se apilaban varios periódicos que aún no había leído. Extendió la mano para acercarlos pero, se detuvo. Recordó lo que había pasado la última vez que había leído las noticias y sintió un escalofrío. Mientras la mujer preparaba todo lo necesario, abrió la puerta principal y salió a respirar un poco de aire fresco. Todo parecía en calma. Ya no quedaban turistas, el mar, gris como el cielo, se balanceaba suavemente contra la orilla desierta y una ligera bruma flotaba sobre el cobrizo vibrante de los árboles. ¡Qué hermoso! pensó, y sintió que todo su cuerpo se relajaba, como si después de haber soportado una tensión extrema hubiera llegado el momento de descansar.

Fue entonces cuando notó que le dolían los dedos, se miró las manos y comprobó que tenía las yemas desolladas por la fricción constante sobre las duras teclas metálicas.

Antes de comer, le pidió a la asistenta que le curase y que le vendase suavemente con una gasa fina y esparadrapo para evitar que se infectasen.

- Debería verle el doctor García. Está usted muy desmejorado y estas heridas tal vez necesiten de algún antibiótico – le insistió la mujer llena de aprensión.

- No se preocupe Miguela, no es nada, estos son los gajes del oficio, ya sabe – Ensayó una sonrisa forzada y se sentó a la comer.

Comió de nuevo con un apetito feroz y después se sintió más animado, contento incluso. No tenía ganas de ponerse a trabajar, le dolían las manos y los ojos y el analgésico no había logrado reducir del todo su migraña. Cuando la mujer recogió los últimos platos y se marchó, no pudo evitar dar una ojeada a los periódicos y, lo que vio, le dejó de nuevo paralizado por el terror. Día a día, los rotativos iban narrando las mismas extrañas atrocidades que él describía en sus relatos: el monstruoso ataque de unas alimañas a unos campistas que había pasado la noche no muy lejos de allí; la profanación de tumbas en el cementerio del pueblo, entre cuyas lápidas habían encontrado el cadáver desgarrado de un hombre que se había quedado encerrado en el interior de una vieja cripta, la incomprensible música que impulsaba a quien la escuchaba a realizar atrocidades inenarrables. Todo lo que surgía de la vieja máquina de escribir, se convertía en realidad unas horas después.

Desesperado luchó consigo mismo por no acercarse de nuevo al escritorio. Descolgó el teléfono con la intención de poner en conocimiento de la policía lo que le estaba pasando pero comprobó angustiado que no disponía de línea. Enseguida pensó en salir a la calle, pero las piernas no respondían a sus deseos y su cuerpo se dirigía inevitablemente hacia el escritorio en el que se apilaban los folios escritos como una montaña diabólica. Fue entonces cuando pensó en destruirlos, igual que había hecho con el primer relato, pero le resultó imposible: estaba atado a aquella máquina y a aquella mesa, como un esclavo a una noria. Los dedos volvieron a impulsar los plomos contra el rodillo, y con cada presión, las yemas se laceradas se resentían un poco más hasta que comenzaron a sangrar.

Una urgencia ajena que le obligaba a mantenerse sentado y trabajando en un estado alterado de conciencia del que en ocasiones salía, sobresaltado, mientras su cuerpo continuaba escribiendo sin el concurso de su voluntad. Día y noche, le torturaba una necesidad imperiosa, un deseo truculento de describir escenas atroces que invocaban el horror más puro de la atávica memoria humana.

En ese estado de esclavitud se fueron sucediendo los días y las narraciones. Y cada vez que volvía en sí después de varias jornadas sin descanso,  encontraba en los periódicos la narración fiel y atroz de sus propias pesadillas. En ocasiones el llanto llenaba sus ojos enrojecidos mientras las letras de plomo martillaban sin piedad el papel prisionero del rodillo y lo único que le consolaba era la idea de que algún día la policía abriría la puerta de aquella cárcel y descubriría el horror.

Una mañana fría y ventosa, la guardesa abrió la puerta de la villa y se dio cuenta de que un inquietante silencio lo llenaba todo. No se escuchaba el delirante martilleo de la máquina de escribir, ni pudo sentir el crujido de la madera, bajo el peso del señor Lippi. Tampoco oyó la pesada respiración que delataba el cansancio agotado del escritor, y comprendió que algo terrible había sucedido.

Temerosa, subió las escaleras, concentrada en el ruido de la madera bajo sus pies. Atravesó el pasillo hacia el estudio que permanecía con la puerta abierta y se asomó cuidadosamente a su interior, pero no había nadie y todo parecía en orden. Sobre la mesa reposaba una gruesa pila de papel escrito a máquina. Fuera, las gaviotas volaban en calma, dejándose llevar por el viento, como siempre. En los armarios, colgaban las camisas bien planchadas, los zapatos de invierno y la gabardina. No parecía que el escritor hubiese salido de allí. Sobre la mesilla, la cartera y las llaves reposaban a la espera de las manos que las llevasen a los bolsillos.

Inquieta, decidió llamarme a mi despacho y con el pulso inseguro descolgó el viejo auricular negro, hizo girar la rueda de los números y esperó angustiada sentir mi voz al otro lado. Dos horas después, más alarmado de lo que estaba dispuesto a reconocer, detuve mi auto ante la fachada principal de la villa.

La guardesa salió de la casa y me esperó en el porche retorciéndose los dedos con inquietud. Intenté calmarla con mi apostura de hombre de negocios, pero mis palabras sonaron inseguras:

- Tranquila Miguel, verá como todo es un malentendido. – Pero debo reconocer que recorrí el edificio con aprensión, sintiendo una extraña densidad en el aire que convertía en inquietante la escena cotidiana de la ropa colgada en el armario y de los zapatos, morbosamente alineados, igual que lo hacía mi tío abuelo, con las punteras bien pegadas contra el fondo.

Objetivamente, aparte de la extraña aprensión que me sofocaba la garganta, nada daba a entender que allí hubiese ocurrido algo extraordinario. Me acerqué al escritorio sobre el que reposaba un grueso montón de folios. Imaginé que, tal y como el señor Lippi había expresado en su despacho el día que nos conocimos, por finalmente había logrado concluir su y una sonrisa asomó a mis labios. Sin duda, el extenuado autor había salido a dar un largo paseo que le compensase por el esfuerzo realizado. Posiblemente, toda aquella alarma que tanto a la guardesa como a mí nos estaba angustiando, no era más que la preocupación excesiva de dos personas desacostumbradas al oficio del hospedaje y ya estaba a punto de dar por concluido el incidente con un suspiro de alivio cuando mi mirada reposó sobre la primera página del libro y, paralizado por el horror, pude leer el título: “La extraña desaparición” por Walter Quiroga.

Sobrecogido, comencé a revisar las páginas copiosamente escritas y comprobé espeluznado que, muchas de ellas estaban sucias con pequeñas manchas de sangre. Fue entonces cuando, temblando de pavor, decidí llamar a la policía para dar parte de la desaparición de Gustavo Lippi.

Durante semanas se rastrearon las costas para descartar un posible suicidio o un accidente fortuito. También se hicieron batidas en los bosques cercanos. Incluso se pidió ayuda especializada a la policía de la capital, temiendo que se tratase de un secuestro, pero todas las líneas de investigación fueron infructuosas y, finalmente, el suceso pasó a formar parte de la leyenda local, ocupando durante semanas las primeras páginas de los periódicos locales que no recordaban haber publicado noticias tan truculentas desde que, sesenta años atrás, desapareciera, también en extrañas circunstancias, mi tío-abuelo Walter Quiroga.

Texto registrado

domingo, 7 de julio de 2013

Terror en el metro



Autor desconocido

A las diez de la noche del domingo, Cristina bajó hacia la estación vacía. Las escaleras se deslizaban a tirones, como de costumbre, y el pasillo multiplicaba el eco mecánico contra las paredes sucias y enlosadas. Se volvió varias veces para mirar a su espalda, de forma instintiva. No era una mujer miedosa, le gustaba estar sola, incluso había elegido el turno de tarde en su trabajo porque odiaba las aglomeraciones en el metro, las carreras por conseguir un asiento, las apreturas y el calor sofocante de los vagones atestados de gente nerviosa.

Del fondo del túnel le llegaron las notas de una melodía conocida, de esas que se pegan a la memoria con insistencia obligándote a tararearla durante toda la jornada. Imaginó que quedaría aún algún cantautor solitario embrujado por la acústica de los corredores, pero lo cierto es que no se cruzó con nadie en los pasillos y el andén estaba totalmente vacío.

Cansada, se dejó caer sobre un banco de piedra, respiró con dificultad, se enjugó el sudor de la frente y esperó a que su corazón volviese a acompasarse. Le costaba caminar porque tenía las piernas gruesas y la cintura demasiado ancha. Tampoco podía agacharse con facilidad y algunas de las rutinas habituales, como anudarse unas zapatillas de deporte, levantarse de un asiento demasiado bajo o subir cuestas, le resultaban una verdadera tortura. Hacía mucho tiempo ya que no podía correr, que se sofocaba en los largos veranos de ciudad y que no iba a las piscinas ni a la playa porque se avergonzaba de su cuerpo, y por eso, vivía en una realidad paralela en la que evitaba en lo posible el contacto con desconocidos y cualquier actividad que rompiese sus rutinas protectoras.

Miró la pantalla de información y vio que faltaban cinco minutos para la llegada del siguiente tren, así que abrió su bolso, sacó un libro y comenzó a leer. Devoraba las líneas con ansiedad, con temor, con avaricia. Había dejado a su protagonista en una situación comprometida, en medio de un relato terror y esperaba con ansiedad descubrir cómo terminaba la historia. Al final de un capítulo dejó el dedo índice entre las páginas y volvió a consultar la pantalla. Le extrañó que aún siguiese indicando cinco minutos de espera pero se convenció de que debía de tratarse de algún fallo informático aunque, aquella noche, todo parecía un tanto extraño: los andenes continuaban vacíos y silenciosos y tampoco llegaba el eco de los coches, distantes y veloces desde el exterior.

Movió la cabeza como intentando sacudirse un mal pensamiento y volvió a inclinarse sobre su libro con un suspiro. Poco después sintió un rumor, miró y vio, al otro lado de las vías, a un hombre de unos cuarenta años, vestido con un traje azul, corriente. Le observó durante un instante: no se movía, no parpadeaba, parecía que no pudiese respirar; sólo estaba ahí, de pié, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, como si le pesaran tanto que sus músculos apenas pudiesen sostenerlos. Tenía la miraba tan fija en la pantalla de información que parecía que esperase que surgiera de ella algo terrible e inevitable.

Cristina se removió en el banco, inquieta. Sabía que algo no iba bien pero intentaba tranquilizarse: “No pasa nada, es mejor así” se dijo “ya no estoy sola. Era muy raro que a esta hora no hubiese viajeros”. Y zanjó su propia inquietud volviendo a concentrarse en la lectura, pero cuando poco después pasó la página y levantó de nuevo la vista, el desconocido ya no.

Se sobresaltó, tampoco en esta ocasión había oído el eco de sus pisadas a pesar de que estaba atenta, casi alerta, de cualquier ruido que pudiese producirse a su alrededor.

Pero no quiso atender a esa alarma diminuta que se había comenzado a encenderse y apagarse en su cerebro y continuó buscando excusas: “Seguramente estaba mucho más concentrada en la novela de lo que creía, y la gente siempre tiene prisa a estas horas. Habrá decidido tomar el bus o marcharse caminando o en taxi en vez de dejar que pasaran los minutos aquí dentro.

Consultó su reloj: no podía ser ¡Se había parado! Marcaba exactamente la misma hora que cuando entró, y de eso ya debía de hacer un buen rato. Se puso en píe y comenzó a moverse. Se acercó a la pared, repasó el listado de estaciones y comprobó los tramos horarios de servicio. Revisó el hueco de las vías, los respiraderos que se alineaban bajo las plataformas, la negrura del túnel, las luces de los semáforos: todo parecía normal.

Volvió a sentarse con un suspiro, revolvió en el fondo del bolso y sacó una bolsita de galletas. Cogió una de ellas entre los dedos, la mordisqueó con cuidado, deleitándose en la textura terrosa, en los pedazos escasos de chocolate, en el dulzor almendrado que dejaba al fondo del paladar al masticarla. Después, abrió de nuevo el libro e intentó leer pero, enseguida, un escalofrío le heló la sangre: una silueta de mujer, envuelta en un vestido de flores, acababa de aparecer a escasos centímetros sin hacer ruido. La luz de neón le daba una cierta inconsistencia. Parada en mitad del andén, los ojos fijos en el indicador del tiempo restante con la misma expresión cansada e inexpresiva que el hombre del traje azul: los brazos caídos a lo largo del cuerpo, como dos pesos muertos, la mirada ausente.

Cristina no quería mirarla, no quería aceptar que algo extraño estaba ocurriendo, bajó la vista hacia el libro e inmediatamente la alzó de nuevo, como para querer convencerse a sí misma de lo absurdo de su aprensión, pero entonces, la mujer ya había desaparecido. Le dio un vuelco el corazón, volvió a escuchar una  guitarra que interpretaba la misma melodía, pero más lentamente. Se asomó al corredor, pero la música se diluyó en el aire con olor a desinfectante. Al volverse descubrió a su espalda, a un joven con tejanos y una mochila azul, con los mismos ojos borrosos y ausentes.

Notó cómo todo el vello de su cuerpo se erizaba en una oleada eléctrica ¡No eran imaginaciones suyas, era imposible! Ante sus ojos, el cuerpo del chico fue borrándose lentamente, como si lo absorbiese un aspirador invisible. Se dio la vuelta aterrorizada y corrió hacia salida y, mientras lo hacía, buscaba instintivamente en las paredes y en el techo un proyector, algo real que justificase aquellos fenómenos alucinantes.

Alguien había parado las escaleras automáticas y tuvo que subir a pié, como pudo. Sintió como si le atravesaran las rodillas con lanzas, aprisionadas por su propio peso. La carne le caía pesada y mórbida después de cada zancada, tirando de ella hacia el suelo. Constantemente tenía que detenerse para respirar y volvía la mirada hacia atrás, aterrorizada, esperando encontrar sombras acechándola.

Estaba muy fatigada, cada peldaño era una tortura, le costaba respirar. El sudor se le colaba en los ojos y se mezclaba con sus lágrimas que luego resbalaban por su cara y su cuello. Intentó concentrarse, pensar: “Ya estás cerca de la entrada, ya estás cerca de la entrada”, pero entonces, las escaleras de bajada se pusieron en movimiento con un ruido sordo, como si alguien se estuviese burlando de ella. Volvió a mirar hacia arriba y hacia abajo, pero no había nadie, sólo aquella repetición mecánica, el ruido de la maquinaria que recorría el largo túnel en pendiente.

Finalmente, en el vestíbulo atravesó como pudo los tornos metálicos y sintió, aliviada, el fresco olor de la noche. Se volvió de nuevo, sin detenerse, ensayando una sonrisa, pero al llegar finalmente a la salida, comprobó horrorizada que las gruesas verjas de hierro estaban cerradas. Corrió entonces hacia el otro acceso, justo en el extremo opuesto del corredor y comprobó, que también aquella había sido clausurada. Entonces comenzó a gritar, a gritar con todas sus fuerzas pidiendo auxilio. Zarandeó la puerta de hierro y aulló hasta quedarse afónica, pero desde fuera sólo llegaba el frío y el silencio, un silencio sepulcral que parecía haber absorbido todos los ruidos de la ciudad enmudecida.

Se estremeció, alguien tenía que haberla visto entrar, como cada noche. Corrió entonces hacia las taquillas, se colocó justo delante de las pequeñas cámaras de seguridad que registraban todas las entradas y salidas y comenzó a saltar, forzando a todo su cuerpo, haciendo que sus carnes doloridas tirasen de ella hacia el suelo una y otra vez. Cuando ya no le quedó aliento, comenzó a mover los brazos y a llorar, se arrodilló, se balanceó como una niña atemorizada hasta detenerse, agotada. Desesperada, observó las cámaras y comprendió que estaban apagadas, bloqueadas o rotas porque no se movían ni parecían enfocar, simplemente colgaban del techo como telas de araña deshabitadas.

Desolada y exhausta, volvió a atravesar los tornos y se deslizó sobre las escaleras hacia el andén. Tenía tan doloridas e inflamadas las articulaciones que le costaba mantenerse en pie. Una corriente de aire frío le heló la piel sudorosa. Se giró para mirar a su espalda y, le dio un vuelco el corazón al ver otra silueta parpadeante, varios escalones más arriba.

El pánico volvió a ponerla en marcha. No sabía hacia dónde dirigirse pero no podía estarse quieta. Al volver a entrar en el andén, lo encontró lleno de gente que esperaba, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, mirando fijamente los paneles informativos que indicaban, invariablemente, que el tren tardaría  cinco minutos en llegar.  Seguramente aquella escena no le habría resultado estremecedora de no ser porque algunas personas desaparecían diluidas en el aire como... ¡fantasmas!

Paralizada por el horror, vio aparecer de la nada a la mujer del vestido de flores que volvía a mantener la mirada fija en la pantalla. Un segundo después todo su cuerpo parpadeó, se giró hacia Cristina violentamente señalándola con el brazo extendido y la boca en un grito mudo y aterrador.

Entonces ella gritó, gritó con todas sus fuerzas mientras cerraba los ojos para no seguir viendo y, sobre el fondo de su propia voz, escuchó el tren que atravesaba el túnel a toda velocidad. No lo pensó, fue una reacción instintiva de animal en fuga: se impulsó con toda su fuerza y, sin volver a abrir los ojos, se lanzó al vacío, dejándose arrollar por el convoy desbocado. Las páginas del libro abierto, revolotearon abandonadas sobre el banco del andén, las luces se apagaron y el silencio lo devoró todo.

Al día siguiente alguien encontró una novela de terror olvidada sobre un asiento de piedra, miró a su alrededor y se la guardó en la mochila. Nadie denunció la desaparición de Cristina y por ese mismo motivo, jamás se inició una investigación policial, ni salió su fotografía en las noticias.

Nada distingue esa estación de cualquier otra, ningún signo delata que allí ocurran cosas extraordinarias y, sin embargo, si se fija usted bien, es muy posible que vea a Cristina alguna vez, mezclada entre la multitud, sentada en el banco de piedra, con los brazos caídos, pesados, a ambos lados del cuerpo, mirando fijamente el panel de información que indica el tiempo restante para la llegada del siguiente tren...

Paloma Ulloa
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lunes, 1 de julio de 2013

El Rey del Mar sigue buceando en el imaginario infantil


Claudia Moya 

El Rey del Mar sigue buceando entre las páginas de los libros que leen los niños... y los no tan niños.

Aquí añado un vínculo de la Biblioteca Infinita donde vuelven a recomendar el cuento:

http://labibliotecainfinita.com/index.php/las-adivinanzas-del-rey-del-mar-de-paloma-ulloa-y-claudia-moya

Sigue siendo maravilloso leer este texto en directo, escuchar las respuestas de las adivinanzas y contemplar las miradas dilatadas de los más pequeños mientras Daniel, el protagonista, se enfrenta al enorme y poderoso Rey del Mar.