Normalizamos la barbarie. Escuchamos, impávidos, la papilla de horrores que nos sirven a la hora de la cena. Los niños mueren a manos de sus progenitores. Los pobres pierden sus casas. Las violaciones grupales se han puesto de moda. Los que huyen de las guerras chocan contra muros fortificados. Una pandemia invisible barre a los ancianos. Otra oleada de mujeres muere a manos de sus parejas. El sol sale y se pone. La tierra gira. Los ricos cada día son más ricos. China crece gracias a los efectos devastadores de la COVID-19 y a una lenta pero incesante deslocalización de la industria que la ha hecho algo más que poderosa, imprescindible. La cultura es un negocio. La hiperactividad infantil aumenta. La gente no lee. La tierra gira. El sol sale y se pone. Hay que ver la nueva serie de moda. Ya se consumen más alimentos en un año de los que somos capaces de producir en doce meses. La Amazonia será legalmente deforestada. Los totalitarismos aumentan y se consolidan. En Silicon Valley investigan sobre cómo erradicar la vejez. Los mares son de plástico triturado. Los casquetes polares se derriten. El desierto se extiende. Después de las noticias podemos ver una película. Cuando explote ese edificio ya no estaré segura de si estoy viendo un suceso real o una trama cinematográfica. No importa. Es hora de dormir. Soñaré que todo se resuelve. La tierra girará otro cuarto de vuelta mientras descanso. Saldrá el sol. Me envenenaré de nuevo de esperanza, alucinógeno imprescindible para seguir viviendo, y solo al mirar a las estrellas comprenderé que, en realidad, nada de esto importa.