domingo, 28 de octubre de 2018

Diario para el olvido. Día 53

10 de octubre 2018

Irina escapó de Ucrania para acabar aquí. Parece una mujer feliz, alegre, una de esas mujeres que aprovechan las ocasiones y trabajan sabiendo explotar, a cambio, cada una de las ventajas que la vida le pone a mano. La conocí en el mercado, entre los atunes y el cerdo, repiqueteando con su risa el aire denso de los abastos diarios. La invité a tomar un café y ella se rió, me acarició la cabeza pelada y se agarró a mi brazo con camaradería, igual que lo habría hecho con cualquier colega del instituto, supongo. Fue muy refrescante tenerla a mi lado. Después de mi vecina lectora, hacía meses que no me fijaba en ninguna mujer. Ella hablaba rápidamente cometiendo pequeños y deliciosos errores gramaticales que salpicaban sus comentarios sin importancia y yo la escuchaba, sonriendo, barrido por ese frenesí vital que lo iluminaba todo a su paso. Por un momento, solo por un momento, me apenó recordar el poco tiempo de vida que me queda. Y en un momento indeterminado ella se levantó, me besó en la frente y se fue, dejándome en el bar, entre el rumor de las máquinas tragaperras y la baba incandescente de la televisión. Fue como si me hubiera acercado demasiado al sol sin llegar a quemarme. Fue como si la vida hubiera querido mostrarme, justo antes del final, otra de esas cosas maravillosas que ya nunca podré tener. 


G.M.

Diario para el olvido. Día 52

7 de octubre de 2018

Me cuesta respirar. El corazón corre desacompasadamente y me duele el estómago. Me siento bajo el sol templado. Es tan hermoso. Juguetea entre las hojas del parque. Los niños corren y gritan entusiasmados, ignorantes de la mentira global en la que están inmersos. Me apena su ingenuidad perfecta, el nido de embustes con los que sumergimos desde que nacen, la imperfecta seguridad en la que creen vivir. Es tanto el esfuerzo de los adultos por mentirles, desde la descabellada locura de la Navidad, con todas sus perversas contradicciones, hasta la sacrosanta patraña de que podrán lograr todo aquello que se propongan si se esfuerzan lo suficiente. Nadie quiere contarles que por mejores que sean siempre habrá mediocres mejor situados que les robarán el pan y la autoestima. Siempre llegará un poderoso imbécil que les obligará a doblegarse. Siempre existirá un interés más lucrativo que les desplazará a la última fila de atrás para hacerse hueco. Y ¿cómo podríamos salvarles de ese dolor indecente? ¿Cómo podría crearse una sociedad objetivamente más justa si ninguno de nosotros estamos dispuestos a deshacernos de nuestro pequeño privilegio, si nadie permitirá que el hijo de otro, más capaz, más inteligente, más trabajador, desplace al suyo?
Intento respirar lentamente, a sorbos. Intento sobrevivir unas horas más, unos días más bajo este otoño primaveral que invita al paseo y a la observación. Parece tan incongruente, tan improbable que todo esto desaparezca para siempre, o mejor dicho, que yo deje de poder contemplarlo para siempre, que yo deje de existir... y sin embargo esa es la única regla inmutable de la vida, la única cláusula inviolable del contrato que nos permite ser, entender, pensar y sentir.


G. M.

lunes, 22 de octubre de 2018

Diaro para el olvido. Día 51


5 de octubre de 2018

Veo pequeños aspirantes a caudillo que se pasean entre platós de televisión y mítines repitiendo mantras que todos creíamos obsoletos. Me aterrorizan sus sonrisas estereotipadas de niño americano de familia media que tan poco tienen que ver con nosotros y que seguramente ocultan una trampa mortal. Es para mí un alivio saber que no llegaré a vivir los nuevos fascinamos que ya oscurecen occidente. Entre las peores presagios se encuentran las crisis económicas que llegan de puntillas a liquidar un sistema que se ha demostrado incoherente y zafio desde hace demasiado tiempo.

Da miedo el futuro al que arrojaremos a las generaciones que hemos engendrado. Europea se tambalea, Estados Unidos se diluye, el miedo arraiga y traerá consigo el horror mil veces predicho.

Cierro el periódico. Me cansa la miseria que lo llena. Prefiero pasear.

G.M.

Diario para el olvido. Día 50

3 de octubre de 2018

Sobre mi tiempo diluído hay poco que decir, tal vez por eso he venido a verlo a él, inmenso en su totalidad, en la plenitud de su subconsciente atrofiado por una religiosidad enfangada de medievalismo, de miedo a Dios y al infierno, pero también tentadora en la desnudez y la narrativa de esos cuerpos entrelazados en el frenesí del pecado, el arrepentimiento y la muerte. El Bosco se abre en canal y cauteriza mi miedo con ese talento corrosivo tan meticuloso que me mantiene atento a los pequeños detalles del "Jardín de las Delicias". Me gustaría poder morir entretenido en su  contemplación, ajeno al dolor y al reloj. 

Una jirafa infantil se acerca a una fuente priápica en cuya base una lechuza contempla asombrada la escena como si presintiese la pérdida definitiva del paraíso. Del otro lado, el infierno describe monstruosidades, aberraciones animales y humanas, quimeras grotescas, fuego y dolor, almas incandescentes, criaturas arbóreas, cóncavas, que se giran para contemplar a los seres que contiene en su interior, barcos que zozobran, nalgas que defecan monedas de oro, bestias aladas que devoran hombres. Y en el centro, el paraíso imaginado, casi renacentista, enaltecedor del goce de la vida. Pero es el lugar de los elegidos, donde el que la desnudez es una don divino, en el que hombres y animales disfrutan en libertad. Una pareja se acaricia aislada en una burbuja, un hombre blanco y una mujer negra se besan, un muchacho es alimentado por una ave que entrega en su pico una fruta del bosque. La comida es un regalo que no requiere trabajo. El cielo es azul, el agua purifica, la ingenuidad deliciosa de la infancia invade la escena, calma la conciencia, incita a la fabulación.

Sí, podría morir mirando este hermoso tríptico. Pero los vigilantes del museo se impacientan. Tal vez llevo demasiado tiempo sentado aquí, con mi rostro abotargado y mi respiración entrecortada. Así que me levanto y salgo por la puerta lateral, volviendo de vez en cuando la vista atrás, para volver a mirarlo, apenas de soslayo, como si quisiera despedirme definitivamente de él, porque sé que él sobrevivirá durante siglos y a mí me quedan apenas unos meses de vida y de mi pasión por sus trazos y por sus narraciones no quedará nada, como apenas queda nada del paso de tantos estudiosos que lo admiraron, lo analizaron y lo estudiaron mucho antes que yo. 

G. M.

domingo, 7 de octubre de 2018

Diario para el olvido. Día 49

30 de septiembre de 2018

No puedo dormir y me lanzo a los brazos infinitos de la noche buscando alivio para mi cabeza encabritada. Las ventanas encendidas son hogueras que me recuerdan que sigue habiendo vidas, millones de vidas que acarrean sus ilusiones, sus miedos, sus resignaciones, sus fracasos y sus victorias y todo eso lo hacen al margen de mi, ignorantes de mi existencia, mientras yo paseo, o más bien corro barriendo las aceras con mi pánico de viejo que se asoma a la muerte y la desea y la rechaza, aterrado, al mismo tiempo. 

Desde el interior de algún local se orina la música impúdica de los vivos. Alguien sale a fumar, alguien ríe desconsoladamente, alguien vomita. El barrio se ha llenado de sombras escarchadas que se besan sin disimulo, que me miran pasar con un gesto de repugnancia o, peor aun, de indiferencia en sus rostros entumecidos. Noto el dolor ardiente que baja por el brazo y me acalambra, pero no quiero parar, aunque me falte el aire, aunque tenga que detenerme a veces, cubierto de sudor frío. No quiero morir solo en mi cama, prefiero caer fulminado sobre la acera viendo pasar sobre mí las estrellas eclipsadas y los bólidos luminosos contra el asfalto reventado.


Llego al bulevar insidioso. La gente transita despacio por las aceras dormidas. Algunos restaurante expulsan a los últimos clientes, la ciudad despavorida se aletarga y yo estoy ahí para verla, para dar fe, como un notario triste, de su tiempo envilecido. Y recuerdo otras noches, muy viejas ya, cuando la juventud empujaba mis impulsos y el viento soplaba a mi favor, cuando curioso de suciedad y de experiencias, me deslizaba de mi hogar y hurgaba en las entrañas de la urbe marginal, impúdica de sordidez avergonzada. Pero entonces ya lo oculto, lo prohibido, era inmutable, igual que hoy, sin nada nuevo, y en poco tiempo el brillo de la noche se apagó para mí con la misma rapidez con la que había prendido. Entonces qué busco en ella ahora. Qué me atrae a su vientre maltratado. Tal vez la seguridad de que, en ella, todos seremos bienvenidos, diosa legítima de los desamparados.

G.M.