28 de agosto de 2018
Ella ha vuelto. Me siento feliz. Soy un imbécil.
Anoche, cuando me marchaba a la cama, se encendió la luz y me quedé paralizado, hipnotizado delante de la ventana como un discapacitado cinematográfico anclado a mi inmovilidad.
Durante un tiempo la vi deambular encendiendo ventanas como puentes tendidos sobre la negrura de la calle. Esa evolución entre habitaciones me mantuvo alerta. Son hermosas las rutinas ajenas. Uno no es consciente de la cantidad de cosas que se hacen sin pensar. De las veces que se rasca, por ejemplo, la cabeza o que revisa la puerta antes de cambiarse de ropa para irse a dormir. Uno no es consciente de cuántas cosas puede descubrir de nuestras vidas un observador bien entrenado.
Sí, hay un pellizco fino, sutil, de culpabilidad en mí. Reconozco que contuve el aliento temiendo que al regresar al salón encendiese el televisor y se diluyera la magia del primer encuentro, pero no fue así, no me defraudó. Encendió la lámpara que ha colocado junto al sillón, se sentó como si iniciase una ceremonia, abrió un libro que desde la distancia me pareció nuevo y luminoso y, con un suspiro, como si hubiera contenido la respiración antes de sumergirse en un fluido imaginario, comenzó a leer. Fue un momento de una belleza infinita. Uno de esos momentos que me hubiera gustado retener para siempre en el papel imborrable de una fotografía.
¿Estoy enfermo? No puedo saberlo, pero me satisface la seguridad que me aporta este anonimato cobarde y me estimula la promesa de que esta comunión secreta pueda seguir produciéndose entre nosotros durante mucho tiempo.
G.M