Se encontraban cada mañana en la parada del autobús, con la sincronía repetitiva de los engranajes de un viejo reloj. Ella llevaba sus vestidos pasados de moda, con cuellos de encaje y él se entretenía en repasar con curiosidad la mirada fija al frente; las rodillas firmemente unidas; las manos extendidas sobre la falda y el maquillaje discreto, meticulosamente distribuido por el rostro.
Muchas veces había estado tentado de hablarle, sólo por saber cómo sonaba su voz. Pero cuando se acercaba, le parecía sentir un rechazo neutro que le obligaba a retroceder en silencio. Entonces comenzó a criticarse a sí mismo: tal vez los anchos pantalones tejanos o la chaqueta de cuero fueran demasiado agresivos para ella. Quizá sería mejor cortarse el cabello y, por supuesto, había llegado el momento de retirar ese pendiente tan incómodo que adornaba su labio inferior, porque estaba seguro de que ella también había reparado en él, aunque nunca le mirara.
Algunas mañanas, mientras viajaba en las apreturas humanas después de haberla dejado, como siempre, tranquila y silenciosa, esperando su autobús, se entretenía imaginando cómo sería su vida, dónde trabajaría, si le gustaría el cine o la literatura. Supuso que no estaba casada ni tenía novio, y la imaginó viviendo sola, siguiendo siempre las mismas rutinas: el café de la mañana, demasiado madrugador, la radio de fondo, componiendo escenarios ajenos, el frío del dormitorio, sobrio y concreto.
Un día decidió levantarse más temprano para llegar antes que ella: la luz del día todavía no había comenzado a manchar las ventanas opacas de visillos, pero él se sentía eufórico, se duchó y corrió por la casa para salir el primero. No esperó al ascensor, escuchó con felicidad el tamborileo de sus pies golpeando los escalones y creciendo en el vacío de la escalera. Pero cuando llegó a la marquesina, ella ya estaba allí. Le pareció que tenía la respiración algo más agitada de lo normal, y le divirtió que hubiese adivinado sus intenciones y hubiese entrado en el juego. Se paró ante ella, sonriente, esperando un guiño, una señal. Le pareció entonces que giraba ligeramente la cabeza hacia él, pero sin retirar la mirada del frente, y aquella pequeña variación fue inesperadamente maravillosa. Rebosante de alegría se sentó a su lado, dejando el espacio suficiente como para que otra persona pudiese acomodarse entre ambos, y respiró profundamente intentando registrar el aroma sutil de su piel.
Animado por esta pequeña aventura, no cejó en el intento de llegar antes que ella y, muchos días - no todos, para no provocar una rutina indeseable- procuraba llegar el primero, mientas que otros volvía sobre sus pasos, veinte minutos después de haber tomado el autobús, sólo por el afán de descubrir si aún seguía esperando. Pero lo cierto es que siempre encontraba el asiento vacío y, aunque pueda parecer extraño, su ausencia le consolaba.
En torno a la figura de su desconocida, fue tejiendo todo un ritual de horarios y costumbres que le ocupaban la vida. Elegía meticulosamente la lectura que llevaría entre las manos, cambió su vestuario y hasta eligió un perfume que pudiese describir su personalidad sin necesidad de que cruzasen una sola palabra.
Una mañana, cuando alcanzó la parada de autobús, ella todavía no había llegado y sintió un cosquilleo nervioso subiéndole desde el estómago. No quiso esperarla bajo la marquesina, para evitar que descubriese su curiosidad emocionada, y cruzó a la acera de enfrente para pasear de un lado a otro como un enamorado impaciente. Cada pocos minutos se asomaba a la perezosa esfera de su reloj de muñeca o consultaba la pantalla parpadeante del teléfono móvil, para volver a levantar la mirada buscándola angustiado.
Comenzó entonces a imaginar los motivos de su ausencia y, lo primero que pensó fue que, tal vez, se hubiese tomado unos días de vacaciones, pero poco a poco, un ansia desatada se fue apoderando de su garganta y le vinieron a la mente motivos dramáticos y hasta truculentos, por los que habría faltado a su cita diaria.
El flujo de vehículos se hizo más denso: se multiplicaron los camiones de refrescos, los autobuses, los coches y hasta las bicicletas y, al poco tiempo, paró delante de él una furgoneta cubierta con la publicidad de una marca de seguros de vida, que retrataba a una familia feliz jugando en un parque, bajo la leyenda: “El que no mire fijamente al futuro, en piedra se convertirá”.
Un escalofrío recorrió su espalda mientras veía cómo dos operarios se apeaban del vehículo, abrían los portones traseros y comenzaban a descargar algo, en apariencia, muy delicado. Lo primero que pudo vislumbrar fueron los adorados pies, la falda algo pasada de moda, los encajes y, finalmente, los grandes ojos azules mirándole asustados. Después, durante unos segundos, no pudo ver nada más.
Cuando los trabajadores volvieron a subir al camión y arrancaron, la vio de nuevo, sentada sobre el banco metálico, con la misma actitud ausente y, por primera vez, se fijó en el anuncio que adornaba la pared derecha de la marquesina, el mismo que cubría la furgoneta, con la leyenda: “El que no mire fijamente al futuro, en piedra se convertirá”.