26 de septiembre de 2019
Pateo este cuaderno otra vez con la esperanza de que escupiendo en él mi dolor la carga sea más llevadera. No me importa que la presión del pecho me detenga, no me importa el calambre que envara mi brazo izquierdo y me doblega, lo que no soporto es la decepción por todas las cosas que un día soñé hacer y que se quedarán perdidas para siempre. Me reprocho mi ineptitud y mi dejadez. Me reprocho mi falta de ambición, de talento y de constancia. Me reprocho haber despilfarrado mi tiempo, como si me creyese inmortal, esperando a que ocurriese algo maravilloso que me sacase del letargo y me empujase a reescribirme.
La tarde cae, algo enfangada de nubes, algo soñadora de otoños que no terminan de llegar y yo, me siento es esta silla a esperar que la oscuridad lo envuelva todo. Ya no siento el placer de las palabras en el paladar de los libros. Todo me parece insípido. Las frases grandilocuentes de algunos jóvenes escritores me saturan. Las sentencias podadas y embellecidas de los viejos me aburren. Las mías, las mías me parecen hojas secas empujadas por el viento.
Contra la fachada se apoya un chico que lee mientras espera. Ya no se si es real o es una ilusión. Mientras el pecho me sofoca y la agonía del dolor me doblega, lo veo aislado de la realidad, embebido entre líneas de papel y me recuerda a mí, cuando creí que era capaz de entenderlo todo y de transformarlo todo con el simple roce de mi pluma.
Es triste darse cuenta de todo el fracaso que se arrastra a la espalda. Es triste poder inventariar los errores, los abandonos, los olvidos y las ocasiones desperdiciadas, los trenes perdidos, los amores desgastados, las oportunidades despreciadas.
Desde aquí, desde este andén en el que espero mi último viaje, parece todo tan claro, tan evidente, tan insoportablemente claro, que sólo espero poder apagar la luz para no verlo nunca más.
G.M.
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