Hoy el tiempo está detenido bajo un calor
plomizo. Alguien escucha una música triste que se escapa por la ventana
abierta, anónima, sin sombras y la sugestión de un tiempo no tan lejano inflama
el pensamiento.
Todo parece en calma y, sin embargo, nada
se detiene: los políticos y los mercados tejen estrategias mientras los berlineses están de
vacaciones, pero el mundo, igual que siempre, tiene la vista fija en esta
ciudad que se ha convertido en un yunque de plomo envuelto en seda.
No hace mucho un colombiano afincado en
el corazón de Prenzlauerberg nos dijo que Alemania volvía dar miedo y sin embargo,
en los espacios libres y jóvenes, en las calles desenfadadas, en las
conversaciones plurilingües que se entablan de los biergarten, en las terrazas
y en los cafés esa sombra temible que proyecta sobre el futuro resulta tan lejana, tan irreal y tan inimaginable como el desastre
y el caos en el ojo del huracán.