Brad Kunkle
Era una
preciosa mañana del mes de junio. Marta se había levantado muy temprano para ir
a trabajar y al despertar sentí el silencio del otro lado de la cama, el vacío
que abarcaba la mano inquieta, el perfume frío de su pelo sobre la almohada
abandonada.
Nos habíamos conocido en una de esas barbacoas
multitudinarias que convocaba un amigo común poco después de su divorcio,
seguramente para hacernos ver a todos que no se sentía tan solo o que podía
sobrevivir sin ella, al menos hasta la madrugada, cuando sus borracheras
llorosas lo desnudaban ante los amigos más íntimos y le dejaban a la intemperie
de su dolor.
Nos tropezamos por casualidad, intercambiamos algunas
palabras sin importancia y unos minutos después navegábamos en una conversación
cuajada de meandros en los que encontrábamos, casi sin querer, el motivo para
alargar la noche y la semana y los meses.
Apenas bebimos una coca-cola que a fuerza de sostener en la
mano se había recalentado y había perdido las burbujas, pero que servía, cada
cierto tiempo, para hacer un pequeño descanso que despejara la mente y ayudase
a recuperar el hilo del pensamiento. De aquella conversación, lo que más
recuerdo, es su mirada verde y penetrante como una aguja, clavada en mis
pupilas, como si quisiese entrar a través de mis ojos y tocarme por dentro.
Cuatro meses después vivíamos juntos en mi casa, lejos de la
ciudad, rodeados por mis árboles, mis cuadros y su presencia que lo invadía
todo sin empujar, dejándose florecer en cada una de las pequeñas rutinas de la
vida. Al principio se me hizo extraño ver su cepillo de dientes junto al mío,
que siempre había sobrevivido taciturno y seco en aquel vaso esmerilado que
encontré en algún lugar de aquella casa que había sido de mi abuela y que
seguía tan sonámbula como el día que me instalé en ella.
Hasta que Marta llegó, yo pasaba la mayor parte de mi tiempo
en la galería en la que había instalado mi estudio. Allí dormía, cuando caía
agotado por el cansancio y la soledad, allí bebía mi sensación de fracaso, mis
dudas, mis insomnios, enfangado en la rabia de no saber transmitir con mis
pinceles lo que pasaba por mi cabeza o por mi corazón, arrollado por la
incertidumbre sobre el valor de mi trabajo y por una inquietud sin palabras que
me devoraba como una enfermedad que fuese apoderándose de mis tejidos, de mi
aplomo y hasta de mi deseo de vivir.
Ella no tocó nada, no cambió nada y sin embargo lo cambió todo con su presencia. Se
sentaba a menudo a verme trabajar y a mí me entraba una necesidad de macho alfa
por satisfacer su curiosidad y, bajo su mirada, nacieron mis mejores obras, las
más espontáneas, también las más arriesgadas. Pero jamás hablábamos de mi
trabajo, ella respetaba mi pudor, el miedo escénico a mostrar la obra, la
congoja ante las críticas, disfrazada de indiferencia.
Me levanté perezosamente. Dejé correr el agua tibia de la
vieja ducha, que hizo temblar de cansancio y de vejez las tuberías, me demoré
tal vez unos segundos más bajo la lluvia templada, me enjaboné lentamente,
recordando algunos momentos íntimos con Marta y después, dócilmente, abrí los
grandes ventanales de mi estudio, volcados sobre el jardín rumoroso y aún
fresco, y me puse a preparar la tela y los pinceles para enfrentarme a la
tarea.
Adoraba trabajar rodeado de luz, invadido por la vida
irrefrenable del principio del verano. No podría haber sido una jornada más
hermosa. Recuerdo cada detalle con una exactitud fotográfica y el olor de los
lilos que penetraba sin descanso llenándolo todo de un perfume femenino y
cálido.
Los pájaros revolvieron el aire con sus juegos y me asomé a
la ventana justo a tiempo para ver cómo escapaban furtivamente de mi alfeizar
para posarse inmediatamente en las ramas más cercanas, como si quisieran
burlarse de mi incapacidad para alcanzarlos.
Comencé a trabajar enseguida, impulsado por un estado
anímico brioso y chispeante. Parecía que nada podría frenar la enorme felicidad
que me invadía, el equilibrio precioso en el que se mantenía mi espíritu desde
que Marta había entrado en mi vida como una ráfaga de aire fresco enseñándome a
disfrutar cada momento como si fuese el último y cada matiz de la luz como si
mañana mismo pudiese enceguecer.
Hacía ya dos años que estábamos juntos, habíamos trazados
miles de bocetos sobre lo que sería nuestro futuro, pero ninguno parecía lo
suficientemente perfecto y, entre tanto, íbamos viviendo y respirando y
sintiendo el palpitar constante de nuestro día a día con una dicha que no pude
describirse con palabras, tal vez sí con colores, con formas o con notas
musicales, pero las palabras, mis palabras al menos, parecían mustias al lado
de aquella catarata de emociones.
Deslicé el pincel sobre el lienzo en un trazo limpio y puro
y me detuve antes de continuar. Había en mi interior una melodía redonda y
concéntrica que se repetía constantemente, algo así como un mensaje cifrado que
me esforzaba por materializar pero que parecía divertirse huyendo de mí.
Aquella misma tarde teníamos previsto volar hacia Lisboa.
Marta había dejado colocadas las dos pequeñas maletas alineadas junto al dintel
de la puerta de nuestro cuarto. Sobre la suya reposaba un pañuelo de gasa azul
que ahora se movía ligeramente con la brisa.
Sí, eso era exactamente la felicidad, ese instante retenido
sobre la tela movediza, la seguridad de que ella volvería aquella tarde, me
abrazaría, me arrastraría hacia esa balsa de felicidad que llevaba estancada en
el verdor de sus ojos y me dejaría recorrerla palmo a palmo, reteniendo mi
impaciencia, antes de precipitarme violentamente en su interior.
Mi mano se agitaba sobre el lienzo recorriendo notas y
texturas que surgían de mí como si estuviese en trance. Bebía un sorbo de café,
me retiraba y seguía trabajando con una alegría casi infantil, con la mente
ausente de cualquier idea que no me llevase de ida y vuelta a mi trabajo.
En algún momento, a mi espalda, sentí un leve crujido, un
rumor, como el que hace la madera al dilatarse y contraerse, uno de esos
chasquidos familiares que no inquietan, y sin embargo, me volví a mirar. Ahora
pienso muchas veces qué habría ocurrido si no me hubiese dado la vuelta y no
la hubiera visto allí, mirándome desde la puerta de nuestro dormitorio,
sonriéndome con esa dulzura que me hacía estremecer.
- Pero ¿qué haces aquí? ¿No tendrías que estar en la
oficina? – Pregunté lleno de felicidad.
- He venido a verte – contestó.
Me levanté para acercarme pero ella me detuvo con la
mirada, como solía hacer, adoptando ese gesto tan suyo de niña que guarda las
distancias.
- Te quiero. – dijo – Necesitaba decírtelo.
Sonreí como un idiota enamorado pero sentí un pellizco en el
pecho, una pulsión de llanto y quién sabe si también de pena.
- Yo también te quiero, mi amor. – Respondí y di un paso más
hacia delante. Ella siguió mirándome como si se encontrase muy lejos o como si
estuviese esperando algo de mí que yo no acertaba a comprender, y entonces sonó
el teléfono.
- ¿Sí? – contesté mirándola a los ojos.
- ¿Jorge Alierta? – Escuché una voz masculina y plomiza al
otro lado de la línea.
- Sí, soy yo. – Respondí mientras Marta se daba la vuelta
con una sonrisa y se perdía en la penumbra de nuestro dormitorio.
- Le llamo de la comisaría de policía de X. ¿Es usted el
esposo de Marta Izquierdo?
No se por qué, pero volví a mirar hacia la penumbra de
nuestro cuarto con angustia y respondí con la voz estrangulada un brevísimo
monosílabo.
- Soy el inspector Bermúdez. – Continuó - Lamentablemente
tengo que comunicarle que su esposa Marta Liébana ha sufrido un accidente esta
mañana....
- Pero ... – dudé tanteando de nuevo la oscuridad de nuestro
cuarto – eso es imposible, ella, ella.
- Lo siento, señor – concluyó con una voz templada con la
que pretendía amortiguar mi angustia – pero los servicios de emergencia
certificaron su fallecimiento hace veinte minutos y trasladaron su cuerpo al
hospital de Nuestra Señora de la Tierra donde permanecerá hasta que la familia
se haga cargo de sus restos.
A partir de ese momento mis recuerdos se nublan en una
sucesión cinematográfica de actos sin sentido. Sé que recorrí la casa
como un náufrago, buscándola y que después volé sobre mi auto hasta el hospital
donde ella reposaba extendida sobre una camilla con el rostro dulce y
sonriente, como si estuviese dormida.
A menudo, mientras trabajo en la galería siento el perfume
de su piel que me rodea, pero nunca más la he vuelto a ver, aunque estoy seguro
de haber sentido el tintineo de su cepillo de dientes en el lavabo, y hasta el
rumor de su voz junto a mi oído cuando la oscuridad me arrastra y me abrazo a
su almohada para no perderme.
Paloma Ulloa