Cuando
atravesé el umbral supe que algo extraño estaba ocurriendo. El ambiente estaba
tenso, electrizado. Subí rápidamente las escaleras hasta el dormitorio de
Katja, pero allí no había nadie, pasé después a la sala de juegos y encontré,
sentada en una silla, con las manos juntas sobre las rodillas, a una niña que
me recibió tan asustada como expectante.
-
Hola – dijo con un hilo de voz mientras se ponía de pie de un salto – soy
Edwina.
-
¿Has venido con Katja? – Le pregunté. Ella asintió tímidamente - ¿Eres su nueva
hermana, verdad? – Volvió a afirmar con la cabeza.
Aparentaba
tener aproximadamente la misma edad que Katja, pero era más menuda y su pelo
negro y crespo, la piel dorada, y unos hermosos ojos almendrados, definían su
origen latinoamericano.
-
Está bien – Me acerqué a ella, la besé y la abracé – Bienvenida Edwina.
Sonreí
cálidamente, quería transmitirle confianza, dejarla al margen de mi miedo,
ayudarla a sentirse más segura. Jugamos durante una hora aproximadamente,
después, siguiendo el ritual obligado de la mansión, la acompañé hasta el baño
donde disfrutó del agua caliente y de la espuma que cubría la superficie de la
bañera, antes de vestirse con uno de aquellos espantosos vestidos de terciopelo
marrón para bajar a cenar.
La
pequeña se miró en el espejo así vestida y pareció que le gustaba aquella ropa,
que se sentía más importante, o más rica, pero no dijo nada. Se limitó a
peinarse unas tirantes coletas negro azuladas, se calzó los zapatos, se perfumó
y suspiró como si hubiera concluido con un ritual importantísimo que le abriera
las puertas de otra vida.
Debo
reconocer que bajé al comedor con la pequeña tomada de la mano y un enorme
deseo de encontrar a mi otra pupila sentada ya a la mesa, pero lo cierto es que
la larga mesa estaba vacía y sólo había dos servicios dispuestos para nosotras.
Comimos solas y en silencio, como si se cerniese sobre nuestras cabezas una
temible amenaza, mientras la señora Dunwich iba y venía sirviendo los platos.
En
el dormitorio infantil todo estaba preparado para Edwina: un camisón de franela
colocado sobre la cama, exactamente igual a los que usaba Katja, la chimenea
encendida y la lamparilla de noche correspondiente a su cama iluminando un
pequeño rodal de la noche.
Aprovechando
que la señora Dunwich daba los últimos retoques al dormitorio antes de
retirarse, le pregunté por la primera hija de los Gilman. Me informó brevemente
que la niña se había sentido enferma después del viaje y que se encontraba en
el dormitorio de la Señora Gilman.
-
Qué mejor atención que la de una madre cuando un niño está enfermo ¿No le
parece? – Me dijo justo antes salir del dormitorio para perderse en la
oscuridad del corredor.
-
Claro – dije con un hilo de voz. Pero sentí cómo se precipitaba todo el miedo
de nuevo sobre mi estómago al pensar en aquella extraña mujer que nunca venía a
su dormitorio para darle un beso de buenas noches, ni le leía un cuento antes
de dormir.
Acosté
a la pequeña, intentando apartar por un momento mi inquietud para no
transmitírsela a ella. Me senté en la cama a su lado, le retiré un mechón de
cabello oscuro de la frente y le pregunté si quería que leyéramos un cuento
juntas.
-
Bueno – dijo indecisa.
-
Si no te gustan los cuentos o si estás muy cansada no tenemos por qué hacerlo.
– insistí para infundirle valor.
-
Sí, si que me gustan. Es que allí no nos solían leer cuentos, no al menos en la
cama... – Sonrió tristemente. – Además prefiero no quedarme sola – añadió
mirando inquieta hacia la oscuridad – Esto es tan grande...
-
De acuerdo, pues entonces, leeremos un cuento – Nos acurrucamos juntas en la
cama y comencé lentamente, frase a frase, paso a paso, dejando que la historia
se abriera como una flor, pero en pocos minutos sentí la respiración rítmica y
acompasada de Edwina sobre mi pecho y, con mucha precaución, coloqué su cabeza
sobre la almohada, la arropé y me senté en la cama contigua hasta comprobar que
no volvería a despertarse sobresaltada. Después me escurrí por el pasillo y
salí a inspeccionar. Estaba preocupada por Katja, sentía que era mi
responsabilidad comprobar que realmente se encontraba bien y que su madre
adoptiva realmente se estaba ocupando de ella.
Encendí
mi linterna y rompí la oscuridad del corredor, después la apagué rápidamente
por miedo a que me descubrieran merodeando por la noche y bajé la escalera de
puntillas, guiándome por la escasa luz que entraba desde el exterior nevado.
Iba palpando el sinuoso y desagradable lomo de la barandilla cuando oí el rumor
amortiguado de una puerta que se cerraba lentamente, pero el eco me llegaba
desde todos los rincones y no pude identificar la procedencia. Lentamente me
escondí entre las sombras del descansillo, con las sienes palpitantes y la
respiración retenida, esperando lo inevitable.
Oí
unos pasos ligerísimos que se acercaban a mí y la silueta alargada de la Señora
Gilman pasó rozándome sin verme. Me fijé bien en ella, caminaba con la sutileza
de un fantasma, parecía no mover el aire a su paso. La seguí a cierta distancia
hasta que se detuvo al fondo del pasillo, se movió ligeramente, abrió una
puerta apenas durante lo que dura un parpadeo, y me quedé parada en al
oscuridad, justo en el límite en el que la luz procedente de la estancia lamía
el suelo de mármol. Pero ella ni siquiera levantó la mirada del suelo, tal vez,
si lo hubiera hecho, me habría encontrado allí clavada, con los ojos
desorbitados por el terror. Tardé una eternidad en lograr comprender lo que
acaba de presenciar: el Señor Gilman, inclinado sobre un cuerpo inerte, parecía
estar practicando algún tipo e intervención quirúrgica a un ser humano.
Sentí
que se me detenía el pulso. No sabía cómo debía reaccionar. Me aterrorizaba
abrir la puerta y comprobar que la joven que se encontraba sobre la mesa de
operaciones pudiera ser mi alumna y me debatía entre mi deseo de salvarla de
aquella bestia insensible y mi propio instinto de supervivencia.
Recuerdo
que cuando logré moverme subí las escaleras a tal velocidad que casi no llegaba
a rozarlas con los pies. Abrí la puerta del dormitorio de las niñas y vi que
Edwina dormía plácidamente. No quise despertarla, pero tampoco estaba dispuesta
a dejarla sola en mitad de aquella noche de pesadilla, así que me acurruqué
sobre la colcha de la cama de Katja, cerré los ojos e intenté respirar
acompasadamente hasta doblegar el galope de mi corazón y de mis pensamientos
que se enardecían con cada pequeño ruido, cada chasquido de la madera en la
chimenea, cada roce del viento en los cristales que me obligaba a abría los
ojos violentamente intentando palpar la oscuridad, para enfrentarme de nuevo el
horror, hasta que el propio cansancio fue apoderándose de mi y caí en un
inquieto sueño, lleno de presagios en los que la imagen de aquella operación
clandestina se repetía una y otra vez con diferentes víctimas.
A
la mañana siguiente, me esforcé en repetir las rutinas diarias con mi nueva
pupila. Edwina era más retraída que Katja, escuchaba y obedecía sin hacer
preguntas, sin duda esperaba la
caricia y el calor de sus nuevos padres, pero ante su ausencia, aceptaba
mi cariño con avidez, acercándose a mí con cualquier excusa para atrapar mi
atención. Revisamos brevemente su nivel académico, no era una niña brillante,
pero sabía todo lo que debía saber para su edad y tenia cierta habilidad para
encontrar caminos alternativos a los problemas que no sabía solucionar.
A
la caída de la tarde, mientras ella repetía algunos ejercicios, me las arreglé
para evitar la mirada controladora de la Señora Dunwich, y subir hasta el
primer piso para buscar la entrada del quirófano que había vislumbrado la noche
anterior pero, ante mi estupor, al final del corredor no encontré ninguna
puerta, sino un grueso muro de mármol profusamente tallado.
Reflexioné.
Seguramente el miedo me había confundido. Tal vez todo lo que creía que había
visto el día anterior no había sido sino un sueño, pero eso no me parecía
plausible porque tenía la impresión de que todos mis temores se iban
materializando, por absurdos que pudiesen parecer.
Durante
la siguiente noche retorné sobre mis pasos y busqué, escuché y me volví a
ocultar en la oscuridad, pero todo fue en vano. Parecía que la mansión se
estuviese protegiendo a sí misma. No se escuchaban rumores y la luz de la luna
llena se filtraba clandestinamente a través de las vidrieras, rompiendo el
suelo en temibles sombras de mil pedazos.
Regresé
al dormitorio más desasosegada que la noche anterior. Comenzaba a tener dudas.
Estaba empezando a madurar la posibilidad de hablar con el Señor Gilman y
presentarle mi renuncia. Mi parte racional quería imponerse sobre toda aquella
absurda situación para reclamar calma. Si le explicaba que me encontraba mal,
que quería volver con mi familia, que el trabajo se estaba duplicando y nadie
me había informado sobre ello, tal vez lograría dejar atrás aquella pesadilla.
Pero había algo en mí que me decía una y otra vez que estaba atrapada, que
vivía en el nido del terror, en una cárcel temible de la que jamás podría
salir.
Al
abrir la puerta del dormitorio infantil todas esas ideas daban vueltas en mi
cabeza, angustiándome hasta tal punto de que no me di cuenta de que Katja
estaba durmiendo en su cama, junto a su nueva hermana. Al descubrirla levanté
el cobertor y la observé detenidamente. No parecía tener vendas o señales de
haber sido intervenida quirúrgicamente, no había signos de ninguna clase de
violencia en su cuerpo, que se revolvió ligeramente buscando el refugio de las
mantas.
No
estoy segura de si esa noche me acurruqué en una butaca de la habitación de las
niñas para para estar a su lado porque quería protegerlas o porque seguía
estando aterrorizada y no quería quedarme sola. Traje una manta de mi
dormitorio, me envolví en ella y cerré los ojos deseando despertarme de aquella
espantosa pesadilla. Al amanecer Katja me despertó con un beso. Parecía tan
normal: sonreía y parloteaba como todas las mañanas, pero no recordaba nada de
su enfermedad ni de su convalecencia y una cierta frialdad asomaba a sus
preciosos ojos oscuros.
Las
niñas parecían entenderse bien, se ayudaban, jugaban juntas, se peinaban y se
disfrazaban. Por primera vez desde mi llegada se sentían voces infantiles
desgarrando el inquietante cansancio de aquella propiedad y eso me permitía
tener más tiempo libre para analizar la extraña actividad de la Señora Dunwich,
que parecía obedecer a un patrón mecánico, perfectamente pautado, del que no se
salía jamás. Observé sus movimientos, anoté mentalmente la cantidad de veces
que veía a los Señores Gilman. Comprobé que nunca salían coches de la mansión
hacia la ciudad, ni tampoco llegaban repartidores que trajesen suministros.
Para
estar segura de que no me fallaba la cordura, fui escribiendo en una pequeña
libreta que llevaba siempre conmigo todos los pequeños detalles que construían
mi locura: las puertas que desaparecían, los extraños símbolos que rodeaban
algunos de los relojes de las habitaciones, la niebla que siempre parecía
flotar, hiciera sol o no, en torno a la propiedad.
Con
el transcurrir de los meses fueron llegando más niñas, siempre de la misma
edad, siempre con rasgos bien diferenciados, como si la familia quisiera tener
un muestrario de razas que adornase su árbol genealógico. Tras la llegada de Edwina, vino Emma,
con sus enormes ojos azules y asustadizos, su cabello rubio de ángel y su piel
casi transparente. Ella comenzó teniendo pesadillas cada noche. El mismo día
que llegó a la mansión durmió acurrucada debajo de la cama, decía que no podía
dormir porque los monstruos vivían en el sótano, así que le permití que
durmiese conmigo durante una semana entera, después cayó enferma, como todas
las demás, estuvo dos noches ausente y a su regreso no volvió a temer la
oscuridad. Aseguraba que su mamá le había explicado que los monstruos no
existen y un brillo inquietante pasó a través de sus pupilas transparentes al
decirlo. Definitivamente se le había borrado el terror de la mirada y en su
lugar una sonrisa beatífica ocupaba su rostro. Desde aquella convalecencia
nunca más quiso dormir en mi cuarto y esquivaba mis preguntas como si tuviese
un secreto enorme escondido en su pequeño cuerpo. Pasó de atemorizarse a cada
paso en la inquietante mansión a vivir en simbiosis con ella. Ya no sentía
escalofríos al tocar la barandilla bulbosa, ni se sobresaltaba en la oscuridad.
Algo había cambiado en ella, igual que en Katja y en Edwina, pero de una manera
mucho más profunda, más intensa.
No sólo convivía con la extrañeza, sino que parecía disfrutarla intensamente.
Yo
seguía investigando y cada noche me desplazaba por los pasadizos buscando algo,
no sabía con exactitud el qué, pero esperaba encontrar cualquier indicio que me
permitiese proteger de mis niñas. Por otra parte apenas podía conciliar el
sueño, las pesadillas me atenazaban, imaginaba a las pequeñas presas de
peligros intangibles, las oía gritar. A menudo me levantaba bañada en sudor, en
plena noche, convencida de haberlas oído llamarme. Atravesaba las habitaciones
atropelladamente, a tientas y cuando llegaba al dormitorio las encontraba
descansando tranquilamente.
Muchas
veces llegaba hasta la planta baja en mi búsqueda de la verdad, bajaba los
primeros peldaños hasta el sótano y una energía incomprensible me paralizaba
antes de poder llegar hasta la gran puerta talla con extraños símbolos. Nunca
lograba atravesar la barrera de oscuridad que parecía anidar allí abajo, pero
tampoco pude volver a ver jamás la terrible escena en la que el Señor Gilman
parecía jugar a Frankenstain sobre una mesa de quirófano.
Los
meses transcurrían y yo iba uniendo laboriosamente las piezas de un
rompecabezas estremecedor. La señora Dunwich me vigilaba de cerca cuando
estábamos en la casa o en el jardín y el señor Ward tenía la extraña habilidad
de aparecer inesperadamente en cualquier momento, sin hacer ruido, como si
pudiese desplazarse por el aire.
Llegó
la primavera, las siete niñas jugaban en el jardín y yo aprovechaba para leer
los extraños libros que poblaban la biblioteca y que alimentaban aún más mi
inquietud. Acababan de incorporarse a la prole las pequeñas Angélica y Virginia
y por lo que parecía ya no llegarían más niñas, la familia estaba completa:
siete niñas de siete años, lo suficientemente mayores para que pudiesen
razonar, lo bastante pequeñas para poder moldearlas a su imagen y semejanza.
Las
noches fueron haciéndose más breves. El sol lamía con dificultad aquella mole
gótica que parecía ir cambiando a lo largo de los días. Un olor a humedad
parecía haberse hecho fuerte en el interior de la mansión. Se acercaba el
solsticio de verano y comencé a notar cierta actividad extraordinaria en la
casa. Los Señores Gilman se dejaban ver más a menudo junto a sus hijas, incluso
compartían algunas comidas con ellas, sentados a la mesa del gran comedor
umbrío. El servicio iba y venía desocupándose de mí que, por otra parte,
parecía el único ser de aquel conjunto de criaturas dispares que no parecía
formar parte de la misma escena.
El
23 de junio, mientras leía sentada al sol en el jardín, escuché la voz del
Señor a mi espalda:
-
Esta noche cenaremos todos juntos, Señorita Morn – Me estremecí – Hoy tenemos
mucho que celebrar.
Me
hubiera gustado preguntar qué era lo que teníamos que celebrar, pero su voz me
pareció metálica y amenazadora. En su rostro se volvía a dibujar aquella mueca incómoda que quería evocar
una sonrisa. Miraba hacia el horizonte como si pudiese ver cosas que estaban
vedadas para mí. Poco después se acercó a nosotros la Señora Gilman y colocó a su
mano helada sobre mi hombro, como si me estuviese dando un voto de confianza
del que había carecido hasta aquel momento y permaneció inmóvil, combinando
aquella extraña trinidad incompleta.
Todo
mi cuerpo temblaba. Me sentía presa de todo tipo de temores. Ahora todas las
miradas parecían fijas en mí. Las niñas habían dejado de jugar y nos miraban.
La señora Dunwich y el señor Ward, también habían fijado sus inexpresivos ojos
en nosotros y en mi cabeza se consolidó la idea de que tenía que huir esa misma
tarde.
Las
niñas parecían excitadas, se miraban entre ellas, murmuraban, se reían, me
sentía presa de una de esas estúpidas escenas de película de terror en las que
el protagonista hace exactamente todo lo que la prudencia considera inoportuno.
-
Voy a dar un paseo – dije como para mí misma – Caminé en la misma dirección que
aquella tarde de invierno, con la ansiedad pegada a la piel, andando,
corriendo, en busca de los límites de la propiedad. Ya no había tiempo que
perder, el peligro me acechaba, lo sentía pegado a mí como un mal olor, denso y
pegajoso. Llegué a la empalizada de piedra y no me detuve, trepé quebrándome
las uñas, me puse en pie sobre la piedra. Me giré inquieta, no parecía que
nadie me hubiese seguido y eso me resultó extraño, extendí el brazo hacia el
frente para tomar impulso y sentí cómo todo mi cuerpo rebotaba, provocándome
una sacudida. Había tocado una superficie fría y mórbida, elástica,
desconocida.
Comenzó
a temblarme todo el cuerpo, pero volví a extender la mano lentamente esta vez y
ví como penetraba en aquella viscosa cobertura y abría un orificio que me
dejaba ver un horizonte mecánico, oscuro y desconcertante que nada tenía que
ver con el mundo real.
¿Dónde
me encontraba? ¿Dónde había estado viviendo durante todos aquellos meses?
La
pequeña y fría mano de Emma tomó la mía:
-
No tengas miedo – me dijo con dulzura – Todo está bien, todo está bien.
Me
sentía derrotada, sin voluntad. La niña tiró de mí hacia la casa y la seguí. En
el camino se fueron uniendo todas las pequeñas: Katja, Edwina, Rachel, Eve,
Angélica y Virginia, mis siete pequeñas, mis niñas, que me devolvían al corazón
del pánico aprovechando que mi cerebro era incapaz de aceptar lo que acababa de
ver, que mi cuerpo no reaccionaba
a los impulsos naturales de huída, que todo el miedo de aquellos meses me
mantenía profundamente paralizada.
Lo
que ocurrió desde ese momento se grabó en mi mente como una película en la que
la inquietud se amortigua ante la comprensión de que los acontecimientos
terribles le ocurren a otro. Cada movimiento de los miembros de aquella extraña
compañía parecía repetidamente ensayado. No había espacio para el error.
Las
pequeñas se vistieron para la cena con sus trajes de gala, al igual que sus
padres. El señor Gilman, por primera vez, lucía en su dedo anular de la mano
izquierda un anillo grueso y brillante que representaba una calavera con una
pequeña piedra rosada incrustada en uno de sus globos oculares y la señora
Gilman lucía sendos pendientes con el mismo inquietante motivo.
Me
senté a la mesa temblando, notaba una electricidad temible en el aire, una
expectación brumosa e intangible. La señora Dunwich me sonreía mostrándose
casi amable, el Señor Ward había
perdido el acartonamiento de sus facciones y las pequeñas parecía más cariñosas
que nunca.
-
Señorita Morn – dijo Katja – Hoy es un gran día para todos nosotros – Buscó la
mirada de complicidad de su padre adoptivo y por primera vez vi que había entre
ellos una relación intensa, llena de sobrentendidos, que no lograba comprender
cómo podría haberse producido dado el escaso contacto que tenían entre ellos. – Después de esta cena todos
nosotros seremos una gran familia.
Me
pareció escuchar unas risas ahogadas. Bebí un sorbo de agua, tenía la boca seca
como cuando me enfrentaba a los exámenes de la facultad. Me sudaban las manos,
miraba a mi alrededor intentando averiguar cómo podría escabullirme, el corazón
se me salía por la boca.
-
Sí, querida – dijo la Señora Gilman finalizando rápidamente aquel discurso –
Pero es hora de cenar, tras la cena tendremos tiempo suficiente para hablar de
todas esas cosas.
Su
esposo la miró complacido. Vi cómo todos hundían sus cucharas en la crema de
verduras y guardaban silencio. A mí me temblaba las manos. Bebí de nuevo, me
sentía exhausta, comencé a notar que me abandonaban las fuerzas. La señora
Dunwich llenó de nuevo mi copa de agua y volví a beber todo su contenido de un
trago, con ansiedad, con vehemencia, con desesperación y cuando la hube vaciado
comprendí que perdía el conocimiento, que había caído en la trampa, que mi
cuerpo se rendía a algún tipo de narcótico que me dejaba indefensa en manos del
enemigo.
Lo
siguiente que recuerdo es que me llevaban tumbada en una angarilla. Tenía una
conciencia entrecortada y neblinosa en la que pude ver que toda la familia me
seguía en una procesión macabra. Se dirigieron a la primera planta, exactamente
al final del pasillo en el que yo había vislumbrado el quirófano clandestino
aquella noche de invierno. Se detuvieron ante el muro de piedra y la pequeña
Katja pulsó varias figuras hasta que la piedra cedió, impulsada hacia arriba
como la puerta de una nave de una película de ciencia ficción de bajo
presupuesto.
Me
intenté remover inútilmente. Apenas podía sentir el rumor de mi garganta, los
miembros me pesaban como si fuesen de plomo. Depositaron mi cuerpo inmóvil
sobre una camilla, tal vez la misma en la que vi el cuerpo inerte de Katja
aquella noche. Toda la familia me rodeaban mientras el Señor Gilman preparaba
su instrumental decimonónico y hablaba en voz baja, sólo para mí, con un tono
tranquilizador, pausado.
-
Sentirás un poco de dolor – decía – pero pronto pasará porque después serás
perfecta.
-
Yo no quiero ser perfecta – pensé, pero mi voz no pudo salir de mi garganta.
El
señor Gilman hizo una incisión larga y dolorosa en mi frente, otras dos a lo
largo de los brazos, siguiendo el curso del radio, y sendos cortes en las
piernas, junto a las tibias. Después separó sin piedad la carne de cada uno de
los cortes e introdujo su grueso anillo en ella hasta asegurarse de que el
metal estaba en contacto directo con el hueso. Una oleada de frío se fue
clavando en mi cuerpo sin piedad. Era muy doloroso, lo que fuese que surgiera
de aquel anillo se instalaba en mis huesos bajando desde el cráneo hacia la
garganta y los hombros. Cuando llegó el turno de los brazos el dolor me quemó
el pecho, las costillas, las caderas, más tarde llegó el turno de las piernas y
los pies y en poco tiempo el frío en mi interior era tan intenso que pensé que
estaba muriendo.
-
Tu cuerpo está sufriendo una mutación – dijo tranquilamente el Señor Gilman. –
No luches contra ello porque sería más doloroso.
Entonces
la Señora Gilman se acercó a mí y me habló lentamente, casi con dulzura.
-
Ahora eres una de nosotros. Tu cuerpo se está transformando: tus miembros se
hacen más fuertes, tus órganos tendrán una vida más prolongada, ajena a las
debilidades humanas, porque tus células son ahora biomecánicas, transforman el
calcio de tus huesos en puro metal, renuevan la sangre convirtiéndola en un
fluido ajeno a la oxidación, pero perfectamente compatible con tu origen
orgánico. En definitiva, ahora estás preparada también tú para mejorar la especie.
Aquel
pensamiento sacudió mi conciencia, ahora lo comprendía todo. Habían preparado a
sus hijas, cada una de una raza, cada una con unas características físicas
concretas, para colonizar la tierra.
-
No puedes luchar contra ello – Intervino el Señor Gilman – Ya no. Cuando
regreses a 2013, nuestras hijas ya habrán tenido biznietos que llevarán a
nuestra raza al poder. Tú sólo eres el eslabón que faltaba, el elemento
necesario para llevar a cabo el plan.
Mi
pensamiento se desbocaba. Era demasiado increíble para que todo aquello pudiese
ser real. Aquella criatura insinuaba que me habían hecho retroceder en el
tiempo, que me habían mantenido aislada en una burbuja espacio-tiempo a la que
habían ido trasladando también a las niñas, desde el futuro.
Mientras
más luchaba contra toda aquella información, más dolor sentía.
-
No te resistas – dijo Katja acariciándome el pelo – Cuando todo haya terminado
podrás entenderlo y verás que es mejor así.
-
La información genética que hemos depositado en tu cuerpo también invadirá tu
cerebro – dijo la Señora Gilman – Dentro de poco tendrás una imagen completa de
todo lo que ha ocurrido y de lo que va a suceder. En el momento en que eso
ocurra, la parte humana de tu conciencia quedará latente pero incapaz de actuar
contra lo que eres ahora. Podrás sentir la presencia de los que son como tú y
actuarás de acuerdo con tu nueva vida.
Notaba
cómo todo mi cuerpo bullía, sentía un cosquilleo intenso que regeneraba mi
estructura ósea, mis músculos, mi piel, que comenzaba a cerrarse y a cicatrizar
espontáneamente. La tumefacción de mis miembros fue cediendo y recuperé la
movilidad. Me sentía ligera, llena de energía y profundamente confusa porque en
mi memoria comenzaban a instalarse, como si de un programa informático se
tratase, una larga serie de datos, imágenes y sensaciones que nada tenían que
ver conmigo y que, sin embargo, parecían haber estado allí desde siempre.
Ahora
se que el futuro, tu presente, es nuestro y, si al leer mi historia sabéis de
lo que estoy hablando, es porque vosotros mismos habéis descendido de algunas
de mis pequeñas, pero si no es así, estad bien atentos a las personas que os
rodean, observad sus rostros, la expresión vacía de sus ojos y, sobre todo,
desconfiad de aquellos que, en el dedo anular de su mano izquierda, porten un
extraño anillo de puro metal...
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