30 de agosto de 2018
Como las líneas discontinuas de una carretera, las luces del pasillo me cosían a la camilla mientras me empujaban hacia delante, pasando puertas con olor a asepsia y a muerte.
Alguien me agarraba la muñeca. Alguien derramaba desgastadas palabras de consuelo en mi oído. Alguien manejaba mi cuerpo como un pedazo de carme inane, macilenta, poniéndome sobre una superficie fría y dura. Después todo se borró. Cayó sobre mí una negrura espesa a la que a veces llegaban voces gomosas y redondas que no lograba comprender.
Al despertar una aguja de luz se clavó dolorosamente en mis pupilas. No recuerdo cómo llegué aquí. No recuerdo nada.
Hace unas horas pedí papel y bolígrafo para escribir, para intentar ordenar mis ideas. Lo último que me viene a la memoria es haber estado sentado ante la ventana abierta, nada más.
Las enfermeras revolotean a mi alrededor con una solicitud postiza, hablándome de tú, como si me conociese de toda la vida, maldita modernidad. No es suficiente perder la personalidad y la dignidad, no es suficiente con convertirte en un ser anónimo e indefenso en las manos de un ejército de desconocidos, además tienes que soportar esta familiaridad ignominiosa que iguala y lamina la singularidad humana.
La boca me sabe a narcótico. Todo huele a orinas de viejo camufladas bajo litros de lejía. Y un asco largo me recorre el estómago.
Dicen que me han operado de urgencia ¿por qué? Yo no he pedido una prórroga. Yo no llamé a emergencias para que me salvasen, o al menos eso creo.
La enfermera manipula mi gotero. Me pesan los párpados, ya no puedooooo
G.M.
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