Viajar,
hoy por hoy, se ha convertido en un deporte de riesgo, una de esas actividades
que uno debería de pensarse un par de veces antes de acometer con todas sus consecuencias, pero si, además, ese viaje o ese desplazamiento aéreo (para ser exacto), tiene usted
previsto hacerlo con Iberia, es posible que la
larga sombra de la nostalgia le alcance al darse cuenta de cómo ha ido
cambiando la compañía en los últimos tiempos.
Yo,
que hace ya algún tiempo superé la barrera de los cuarenta y oteo los
cincuenta con una cierta perspectiva, recuerdo aquellos vuelos de los años
ochenta y noventa en los que, a pesar de utilizar las tarifas más asequibles
para turistas, me sentía atendida y confortable en mi asiento de tejido azul con breves trazos amarillos; cuando facturar una maleta no suponía la
imposición de un sobre-costo, ni mi familia sufría una diáspora en el avión,
con la asignación de asientos separados y aleatorios (sin distinción entre niños
o adultos) con el fin de cobrarte un suplemento por la lujosa operación “selección de plaza”; cuando aún te deleitaban con el controvertido zumo de
naranja de botella (que tantas críticas injustas recibió en su día) y con un tentempié
caliente que, a pesar de lo que entonces muchos pudiesen comentar, servía tanto
para “matar el gusanillo” dignamente como para entretener parte del tiempo que duraba la
travesía.
Llámenme
romántica, pero hace algún tiempo que comencé a añorar todos esos pequeños
detalles que hacían de Iberia una compañía solvente que podía mirarse cara a
cara con otras empresas de aviación civil europeas y que, a pesar de la
crítica cáustica de “lo nuestro” de la que los españoles siempre hemos hecho
uso, nos hacía sentirnos parte del primer mundo.
En
cambio ahora, no sé si como consecuencia de la globalización (como algunos
pretenden) o de la fusión con British Airwais, todos los pasajeros llevan
consigo sus equipajes de mano y casi nadie factura para evitar (como me ocurrió a mí en mi último viaje) pagar 30 euros por cada maleta, lo que provoca que para embarcar se organicen largas y caóticas hileras humanas, impelidas por la necesidad de acceder a su asiento antes que los demás para poder tener sus
pertenencias a mano y controladas en todo momento (como dicen desde la megafonía
del aeropuerto), no sea que alguien decida robarles los pantalones talla XL,
los calzoncillos sucios o la esmerada selección de prendas primavera-verano que
se han comprado ex profeso para la ocasión.
Es entonces cuando comienzan a sucederse, en el interior del aparato, escenas similares a las que antes se producían en los vagones de tercera clase
de los trenes de principios del siglo XX, aunque, en vez de gallinas y
bolsos amarrados con cuerdas, los pasajeros acarrean pequeñas maletas, ordenadores portátiles, chaquetas, abrigos y sombreros
con los que empujan al pasajero de al lado mientras se les cae un libro al forzar la portezuela del compartimento que no se abre; la señora
de la fila 14 (que en realidad es la trece pero han omitido el número para
evitar el mal fario) pierde la dentadura postiza por un empujón inesperado de
un turista furibundo que lucha por encajar como sea su equipaje de mano en el
minúsculo espacio que hay frente a su asiento, y la azafata se pasa la mano por
la frente tras evitar un gancho de derecha de la
dama de la fila 16, que no ha logrado frenar en el aire la caída de su gabardina y la ha dejado sepultada bajo su bonito forro estampado con efes invertidas.
Pero, tras conseguir las azafatas (despeinadas y sudorosas) que los
inquietos viajeros permanezcan sentados en sus asientos, con los teléfonos móviles (al menos
aparentemente) desconectados y los respaldos en posición vertical, (lo que nos concede unos minutos de calma durante el despegue), llega el momento en el que el avión alcanza la
altitud y estabilidad necesarias y entonces, los pasajeros, impelidos por una fuerza invisible, se desabrochan los cinturones y se precipitan hacia los lavabos formando largas colas para dar rienda
suelta a sus necesidades contenidas. Saciada esta primera urgencia y, mientras en el compartimento de cola las auxiliares de vuelo organizan los carritos de las viandas, ocurre algo inaudito hasta hace poco tiempo, se inicia lo que yo denomino, la apertura
oficial de la tartera (o el papel de plata o la sandwichera), que expele un tufo a
chorizo, mortadela, panceta o ensalada que se expande por toda su zona de influencia apestando al resto del pasaje.
Inmediatamente, me vienen a la memoria esas imágenes de los autobuses, los trenes, los
cines de barrio y las meriendas del campo de otro tiempo y me
pregunto por qué la gente prefiere llevarse su comida a comprar un tentempié a
la sufrida azafata que soñaba con ser una dama de sonrisa elegante como las de
los anuncios de la Iberia de los años cincuenta y se ha tenido que conformar con ser una atareada camarera que "habla idiomas". Sin embargo, cuando después de observar el “menú de a
bordo”, sugerente, moderno, atractivo, una se decide por el suculento bocadillo de jamón serrano, ligeramente aromatizado con aceite de
oliva y, temblando de inanición, muerde esa especie de “bimbollo” dulzón y sin
gracia (aquí también se me nota la edad, lo sé) y, desconcertada, separa las
partes del pan en busca del “relleno” y descubre que para poder encontrar las
jugosas lonchas que tan orgullosamente sobresalen en el modelo de
la fotografía, tiene que conseguir un equipo científico forense que verifique el ADN de esos escasos restos cárnicos que manchan el pan
amarillento aquí y allá, comprendo a esos viajeros precavidos y
campechanos que, a riesgo de atufarnos a todos, se
llevan la tartera para evitar la úlcera de estómago que, “las bondades del
producto” o la “irritación”, les provocarían en caso de adquirirlo.
Si tras el agotador "almuerzo", se pone usted de pie para ir al lavabo, podrá comprobar sobrecogido que, a pesar de que la talla media del ciudadano español ha aumentado considerablemente en los últimos años (gracias a la mejor alimentación, a un sistema público de salud envidiable, y a la -hasta hace relativamente poco
tiempo- mejora de la economía) el pasillo ha sido invadido por las piernas de los pasajeros que superan el metro setenta y cinco y que no saben cómo
colocarse para no quedar atrapados para siempre entre los asientos, ni masacrar a patadas al pasajero de delante, ni sufrir un colapso de la
circulación sanguínea.
Pero
como ningún viaje de aventura puede carecer de sus sobresaltos, si es usted uno
de esos viajeros afortunados que para llegar a su destino tiene que hacer
escala en un aeropuerto que está (delineando una uve sobre el mapa) a
la misma distancia que su ciudad de origen pero en la dirección meridianamente
opuesta (luego no diga que su línea aérea no le facilita las cosas para que
conozca mundo), es muy probable (por no decir inevitable) que su maleta sufra
algún extravío y se quede rezagada en la escala o viaje a Singapur,
pasando por Camberra para volver a llegar a Bruselas antes de descansar (abollada, sucia y con una rueda menos) en su vivienda de, por ejemplo, Madrid,
después de que se la hayan entregado a una señora desconocida en un hotel de las
afueras de la ciudad desde donde, muy amablemente, le llaman para avisarle de
que la compañía aérea se ha equivocado de destino y que gracias a que usted ha
identificado su propiedad con dirección postal y número de teléfono, han considerado
humano sosegar su zozobra avisándole del equívoco por si quiere acercarse a
recogerla antes de que vuelva a entrar en el laberíntico mundo aéreo, en cuyo caso es muy probable que la metan de nuevo en un avión rumbo a Buenos Aires para que de tres vueltas al mundo antes de llegar a sus manos.
En
fin, que la compañía que un día fue estatal y que pasó a convertirse en una
línea privada de la que los españoles, un tanto ingenuamente, nos
enorgullecíamos (eso sí, sotto voce), se está transformando en un trasunto de
Rayanair que exporta la sufrida "Marca España" (no olvidemos que en su logotipo siguen ondeando los colores de nuestra bandera) y ejecuta políticas hace poco inimaginables, a costa de sus usuarios y de sus temerosos
empleados que ven cómo el servicio, los sueldos y las líneas más importantes,
van pasando directa o indirectamente a otras manos a costa de su sacrificio, de su salario y hasta sus aspiraciones profesionales.