Estoy cansada. La tarde se decanta sobre mi escritorio. Los violadores no se reinsertan, vuelven a violar cuando están libres. A veces matan niños. El volcán de La Palma crece en belleza y destrucción. La chimenea ficticia que acaricia mi pantalla me empuja al recuerdo de la infancia, cuando el mundo parecía menos temible, más fácil de entender.
La lluvia pausada que relame la ciudad me apacigua. El libro en el que he navegado durante las últimas horas me ha llevado de paseo por París. El dinero, que no existe, pilota nuestras vidas. El cambio del clima despuebla el paraíso.
El cielo se diluye lentamente. Las macetas del balcón se pintan de un verdor emocionante. Del fondo de la casa me llega un aroma a albahaca. Algo delicioso se cuece en los fogones. Que los gobiernos protejan el bienestar alimentario de los niños produce “inseguridad jurídica”. Obligar a las grandes corporaciones empresariales a pagar lo que nos deben provoca migraciones industriales.
Una niña de once años parirá en Bolivia el fruto de su agresión porque hay que proteger la vida humana, aunque la vida de esta niña nadie la protegió ni antes ni después del ataque. El G-20 entona himnos desafinados sobre un futuro del que lo desconocen casi todo, pero algunos creen en ellos con la misma fe que se profesa a los profetas.
Sobre el asfalto silenciado sisean los neumáticos de un vehículo que riega músicas caribes a su paso. El semáforo cambia y libera la calle del ruido para regresar a esa calma sorda de la lluvia, balsámica, que arrastra las urgencias por el sumidero igualador de la vida.
Fotografía: Andrés ALL photografy