23 de agosto de 2018
Las páginas de este cuaderno se van llenando. Aún no sé con certeza para qué escribo en él. El mundo que me rodea sigue siendo tan extraño para mí como siempre: no lo entiendo y él no me entiende a mí. En una sociedad tecnificado y moderna el aire sigue oliendo a combustible, aún existen personas marginadas y el poder y el dinero continúan en manos de unos pocos. Involucionamos como especie.
Me siento como un observador pasivo, a menudo impotente. Veo a los hombres al servicio de sus mascotas, agachándose para recoger sus excrementos, permitiendo que orinen sobre ruedas, aceras y fachadas de forma que toda la ciudad huele a retrete sucio, especialmente en verano.
Veo jóvenes y ancianos encadenados a sus teléfonos móviles, cruzando las calles sin mirar, afanándose por fotografiar cualquier cosa. Veo un mundo infantil e inmaduro que se está dejando arrastrar al precipicio a golpe desconexión del pensamiento.
Estoy seguro de que pronto todo se precipitará en una especie de revolución en la que entraremos en un bucle distópico que ya hemos asumido mucho antes de que llegue.
Escucho a los gurús de tertulia gritar consignas desesperadas en pro del salvamento del planeta, pero nadie dice que el planeta nos sobrevivirá, invadido de plástico, con una atmósfera irrespirable, sí, pero libre por fin de nosotros, semidioses con complejo de inferioridad, caníbales irreflexivos, bestias de inteligencia limitada y estupidez en expansión.
G.M.
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