15 de agosto de 2018
Resaca. Abatimiento. Calor. La casa quema como un horno. Las ventas no repitan. El sofoco asfixia. He pasado toda la noche viendo películas lentas y bebiendo. A veces necesito envenenarme de alcohol, imágenes y de palabras. Después vomito babas de ideas que me destruyen antes de renacer.
Tengo la piel húmeda. Me duelen los pies y las articulaciones pero aún así me siento a la mesa y escribo:
“Emilio empujó al hombre. Estaba cansado de idiotas con teléfonos móviles que se acercaban al borde del terraplén para hacerse retratos arriesgados en posturas y actitudes absurdas. Así que le ayudo a morir. Por qué no -se dijo- yo solo soy un viejo chocho, nadie me juzgará por lo que he hecho.
Se deslizó lentamente y dejó al hombre cayendo por la ladera con su palo alargador, su mochila y esa cara de sorpresa que se les queda a aveces a los muertos.
Cuando ya había atravesado más de la mitad del viaducto escuchó la primera voz de alarma y sonrió consciente de que ya sería demasiado tarde para el turista accidentado.
Había sido la primera vez que había hecho algo así, pero supo inmediatamente que no sería la última y, esa certeza, le hizo rejuvenecer”.
Si. Todos querríamos alguna vez ser este Emilio.
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