12 de agosto de 2018
Esta mañana al despertar me he sentido envuelto por un cálido aroma de café recién hecho. Hacía mucho tiempo que no despertaba así, desde que Elena se narchó. Pero parece que alguien nuevo ha venido a ocupar el piso de al lado y se ha levantado temprano para poner al fuego una de esas viejas cafeteras metálicas que bombean como un corazón bien entrenado.
Por un segundo he tenido la tentación de pensar, como en algunas películas románticas, que todo lo que ha pasado en este tiempo no ha sido nada más que un mal sueño, una visita del fantasma de las navidades futuras para alertarme de mi suerte. Pero al sentarme al borde de la cama he vuelto a sentir el dolor insoportable de mis huesos y he fijado una vez más la mirada en ese pedacito de papel pintado que se despegó de la pared hace ya mucho tiempo y que ha ido doblándose hacia abajo, lastrado por el peso del abatimiento día tras día, hasta dejar un buen pedazo desnudo en la pared.
Y entonces he pensado en Emilio, ese personaje que me viene picando en los dedos desde hace unos días y que tanto me gusta. Él seguramente refunfuñaría, hablando solo, al avanzar por el pasillo hacia el cuarto de baño. Y seguiría hablando con voz enronquecida al intentar orinar dignamente a pesar de la rebeldía que tiene el cuerpo cuando todo es tan viejo que no hay articulación que no cruja ni uretra que responda a la primera.
Este pensamiento me hace sonreír. Me divierte imaginarle así, con la mano extendida sobre los baldosines amarillos y la mirada fija en salva sea la parte, esperando el milagro.
G.M.
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