sábado, 17 de agosto de 2024


Hay un momento dramático en la vida del viajero: cuando hacen aparición las temibles mochilas del todo vale, del “es que yo tengo derecho”, del “es que yo soy así”, y hasta del “pero tú quién te has creído que eres”.

Hay un momento decisivo en la vida del viajero, en el que prefiere los viajes de interior, tendiendo redes de recuerdos y lecturas enriquecedoras, para no tener que soportar el destilado sudoroso de la mala educación; de la falta de interés y de empatía por lo que se  está visitando -y por el resto de los seres humanos que comparten espacio en el tiempo-, del embrutecimiento de rebaño sin pastor. 

Hay un momento terrible en la vida de todo viajero cuando se da cuenta de que ya no es capaz de encontrar ningún destino en el que una masa cargada de teléfonos maravillosos y una necesidad imperiosa de narrar su realidad a gritos, no lo llene todo con la baba de su vacía insolencia.

Hay un momento irreversible en la vida de todo viajero, cuando haciendo balance de sus deseos y sus temores, cuelga para siempre la mochila y los zapatos de caminar porque ya no encuentra la luz de su destino.

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