29 de junio de 2018
Anoto cosas absurdas en este cuaderno, cosas
insustanciales que no le interesan a nadie, ni siquiera a mí y, aun así, me
estoy acostumbrando a tenerlo cerca. Me relaja saber que puedo
lamentarme sobre sus páginas o dar fe de cualquier cosa, de cualquier
sentimiento o reflexión que, de otra manera, se perdería para siempre.
Es extraña la compañía que puede hacer
un simple cuaderno escolar, insulso, descolorido, viejo. Mi nuevo amigo, mi
perro fiel que no requiere atención, ni cuidados, ni caricias. Me vierto en él,
a veces melancólico, a veces cínico, según mi mente se levanta cada día, y me
vacío, sin miedo a que otros puedan leerlo, a que me juzguen, porque no espero
sobrevivirme en ellos. ¿Quién podría interesarse por lo que escribo? Cuando alguien
vacíe este piso minúsculo, lleno de fantasmas, venderá al peso todos estos
libros polvorientos que construyen los muros de mi refugio anónimo.
La vida es tan extraña. Me encadeno a este cuaderno olvidado justo ahora que pensé que nunca más lo intentaría, que jamás volvería a levantar el bolígrafo para escribir siquiera un párrafo; justo ahora que ya no me importa nada, ni la literatura, ni el éxito, ni las ventas, ni la misma vida y, sin embargo, alargo artificialmente cada idea para demorarme un instante más, una línea más, antes de separarme del humilde papel pautado que ya me obliga a apretar la letra para no consumirlo demasiado pronto, para no verme obligado a pensar en sustituirlo por otro, menos dócil, menos viejo, menos afín.
G.M.
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