Calor. Las
persianas bajadas, el silencio sofocante del verano detiene el tiempo en una
burbuja insoportable. La calle arde y yo me remuevo sobre la sábana, suavemente
azotado por el aire del ventilador que rumia, lentamente, la misma sinfonía
mecánica. En la radio flota una voz insustancial. Contenidos de verano, charlas
repetidas, martilleantes, que me hacen compañía y me acunan entre el sueño y la
vigilia. La ciudad deforme se abomba al otro lado de las ventanas ciegas,
construyendo espejismos que nadie puede ver excepto yo, que me asomo y para
contemplar a la feroz bestia que abrasa y destruye todo lo que toca, con sus
fauces del infierno. O tal vez no la veo, tal vez es solo la
prolongación de este sueño inquieto que provoca la siesta cuando el cuerpo y la
mente, reventados por el agotamiento, se adentran en el mundo incomprensible de
uno mismo.
Calor. Las persianas
bajadas no dejan pasar el aire y me asfixio a fuego lento entre alucinaciones bosquianas
que me aterran y me atraen al mismo tiempo.
G.M.
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