27 de julio de 2018
El cuerpo me traiciona. El vientre que se refleja en
el espejo de mi cuarto cada mañana me resulta ajeno, laxo y abombado como una
almohada reventada. No me siento identificado con esa figura chaparra y
encogida que me observa con rencor desde el alumbre distorsionado.
No hay tregua ni dentro ni fuera de mi. Mi cabeza
trabaja y se retuerce, me enfrenta a las cosas que no quiero ver, me obliga a
seguir viviendo.
El mundo que me rodea es como yo: grotesco y vacuo.
Al salir esta mañana del portal he encontrado una pequeña torre de vasos de
plástico apilados, medio llenos, medio vacíos, quién sabe. La acera olía a
orines, unos manchones densos, de vomito, salpicaban la pared de enfrente. No
puedo, no quiero seguir. Me pesan los años acumulados de decepciones, me pesa
el convencimiento de que nada de lo que yo pueda hacer mejorará las cosas.
¿Soy viejo? Posiblemente si, pero sobre todo me
siento vencido.
A través de la ventana veo el último eclipse lunar.
Aún durará unos minutos más. Me parece tan arrogante el hombre, viviendo sus
miserias inconfesables como si realmente fuese el centro del universo. Pero en
realidad solo somos unas criaturas deleznables que habitan un pequeño globo,
una bola de Navidad flotando en precario equilibrio en mitad del universo.
Es hermosa esta luna, pero una franja de luz ya comienza a devorarla y la ensoñación infernal se retira lentamente para
devolvernos a la ficción de normalidad en la que dormitamos siempre.
G.M.
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