Leo. Paso las páginas y me descubro acariciando las líneas. Sintiendo el sutil relieve de este libro que se imprimió a golpe de plomos invertidos y de tinta. Que atravesó con su sangre los nervios de sus hojas. Que vertió en las comisuras de sus márgenes las ideas de un lector que ya no existe.
Leo. Caen las palabras sobre mí como gotas de lluvia. Calan en mi piel. Me nutren. Conforman las circunvoluciones díscolas de mi cerebro sediento. Me sosiegan.
Leo. Nada de lo que ocurre, en la comunión íntima y profunda que me conecta con las cremosas hojas, puede separarme del viaje de su olor. Del cálido sortilegio que me lleva, más allá de las fronteras infranqueables de este mundo que pretende contenernos.
Leo. La luz de la lámpara me lame los perfiles. Concreta el fruncimiento concentrado de mi ceño. Me define en la soledad lejana que envuelve al lector empedernido. Me aísla. Me contiene. Me completa.
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