El mundo cambia. Se estremece. Deserta de sí mismo. Las eléctricas, como macarras con navajas desplegadas, extorsionan al Estado. Los talibanes se jalean por su victoria pírrica. Prometen sumisiones y triunfos militares. Cosen el cielo con el redoblar de sus fusiles. Se relamen.
Europea mira aterrada la cercanía de la infamia. Indefensa. Desunida. Débil.
Estados Unidos se repliega con una indiferencia miope que se cobrará consecuencias corsarias en sus carnes.
El gigante chino y Rusia cosecharán ventajas a su cargo. Israel parpadea, rodeada de enemigos, sola en su soberbia visionaria.
España soporta la peor política posible.
Los discursos vacíos. El partidismo tóxico. El nihilismo crónico de una sociedad que venera antes al berreado dorado que a sus dioses.
El mundo cambia. Los ciclos se suceden sin destino. La Tierra abrasada permanece. Más sucia. Menos habitable, aunque a pocos les importe. El fuego es un arma más perversa que la Covid. El tiempo de una vida humana no alcanza a ver crecer un bosque. La ignorancia perversa del avariento hartazgo de las élites no abarca al horizonte de los hijos, aún menos de los nietos o de los biznietos, tan lejanos. Tan poco visibles.
El mundo cambia empujado por la estúpida molicie indiferente de los días y, nosotros, espectadores indecisos, empujamos ese cambio sin ver las consecuencias.
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