El día abruma. Pesan los cuerpos sometidos al martillo del calor. Se distienden las carnes reblandecidas por la desidia veraniega. La mente no quiere regresar. Se resiste a ser estabulada. Se contamina de vientos libertarios. Los conductores resignados reconquistan lentamente la ciudad abrasada, hambrienta de lluvias, avisada de tormentas que amenazan sin saciar la sequedad de sus bocas entreabiertas.
El día abruma. Reconstruye lentamente las murallas que amputan horizontes. Los horarios que cercenan libertades. Los silencios que permiten respirar. Los propósitos de enmienda se van haciendo chicos, kilómetro a kilómetro, sobre el retrovisor imperturbable. La vida se copia a sí misma cada septiembre dejándonos desnudos y vacíos contra el fondo de un verano que ya parece insuperable.
El día abruma. Los uniformes escolares pendulan en las perchas, rencorosos, dispuestos a dominar las carnes bronceadas y las mentes expansivas. Los maestros construyen horarios de colores para aliviar el luto del regreso: Padres contrariados. Hijos silvestres. Rutinas enquistadas en tareas mil veces repetidas.
El día abruma. Las ventadas dormidas de los pisos resucitan. Se escuchan llantos y rumores. Se cierran fauces de resignación contra la vida. Se estira un día más, una semana más, la comida por encargo, los despertares tardíos, el desayuno en la terraza, las noches sin urgencia y sin peligro.
El día abruma. Tal vez septiembre traiga consigo alguna gloria. Algún aroma de esperanza. Algún cambio largamente acariciado. Tal vez, los pequeños sueños del verano no se mustien al contacto plomizo del asfalto. Tal vez, las últimas líneas de ese libro que aún retumban, los últimos compases de esa orquesta vespertina, puedan salvarnos, todavía, de la trampa pegajosa de los días.
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