Calor. La ciudad se desploma sobre mí. Sobre nosotros. La mojigatería galopante naufraga en sus intentos de acallar, dominar, censurar. Pone en marcha campañas involuntarias, gratuitas, virales. Construye bandos.
Calor. Los futbolistas multimillonarios lloran. Sus vidas cambian sin su consentimiento. Se abandonan a su suerte privilegiada. Algunos aficionados lloran también, haciéndoles los coros, aunque no sepan si podrán llevar el pan a casa el mes que viene. Aunque probablemente no puedan disfrutar de unos días de vacaciones este año. Aunque puede que se vean obligados a pasar el invierno sin el consuelo de la calefacción.
Calor. Los cuerpos se distienden junto al mar y a las piscinas. Ahora no se puede pensar. Ya veremos. Dios proveerá. No hay mal que cien años dure. Hay que dejar la mente en blanco. Acompasar la respiración. Relajarse.
Calor. Los talibanes afganos recuperan sus feudos. Los refugiados se marchitan, ignorados, invisibles, anónimos. Se cumplen sesenta años del nacimiento de la negra costura silenciosa que dividió Berlin, pero pocos recuerdan el horror continuado que supuso.
Calor. Las eléctricas imponen dictaduras tarifarias. El íncubo de la recesión se asoma, delirante, espiando nuestros sueños, alimentando nuestras pesadillas, sembrando minas de miedo en el futuro.
Calor. El esfuerzo es castrador e infructuoso. Abandonar está de moda. No hay culpa. No hay remordimiento. Podemos ahogar nuestra frustración en el abismo infinito de nuestras voraces pantallas.
Calor. El chirrido impotente del ventilador no logra refrescarme. La oscuridad llena los cuartos. Los susurros no contienen ya secretos, son hijos del cansancio, la apatía, las deshidrataciones insondables. Los cuerpos sudorosos no alientan la pasión. Se ahogan en sus jugos, aplastados, deformes.
Mañana el Mercurio tejerá más espejismos sobre los asfaltos oxidados. El pensamiento volverá a divagar, asfixiado en la calima.
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