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He vivido, caminado, sentido, olfateado y transitado Berlín como quien se
siente arrastrado por una inspiración que no es capaz de identificar
físicamente. He explorado sus museos, sus calles, sus cafés, sus librerías, sus parques y sus
memoriales, palpándolos como un ciego que intentase comprender la forma exacta
de un rostro; y he seguido el rastro de todos los idiomas que vomita la ciudad con
la intención de construir un edificio de imágenes escritas que me permitiesen
traducirla en una geografía inteligible de palabras. Porque de palabras, de
libros y de historias está hecha y quizá por eso se multiplican los lugares de
encuentro en los que la literatura es el centro de todo, desde el romántico
palacete de la Im Literatur haus, rodeada por su coqueto jardín rumoroso que lo
aísla del tráfico de la cercana Ku’damm, al Literaturisches colloquium Berlín,
recogido en mitad del enigmático e intrincado bosque del Wannsee.
Pero la sucesión de convocatorias en las que la narración escrita es la
protagonista absoluta se encarna un calendario intensísimo que comienza con la
baliza del Festival Internacional de literatura y continua con un sinfín de presentaciones
de libros y lecturas que se programan en librerías de todo tamaño y condición, en
locales con vocación noctámbula y hasta en apartamentos privados.
Es imposible pasear por aquí sin escuchar la lúcida y alcoholizada voz de
Joseph Roth, en sus “Crónicas berlinesas” (1921 a 1933), que extiende ante
nuestros ojos la ciudad activa y mestiza de los años de entre guerras, la
miseria, la industria, el tránsito constante de coches grandes y negros como
insectos formidables, el primer semáforo que se instaló en Europa, y aquellos tranvías
atestados de obreros y oficinistas ignorantes del futuro que llegaría, casi de inmediato,
descerrajando sus vidas para siempre.
Pero también me acompaña el desheredado Franz Biberkopf en su viaje por el
horizonte crepuscular de los años veinte de “Berlín Alexanderplatz” con cuyo callejero
inestimable he reconstruido la urbe moderna que ha crecido sobre su carne
entumecida con raíces de piedra y acero. Y, tal vez, con Marta Hillers y su
“Una mujer en Berlín” he entendido algo mejor este presente que tiene su origen
en la humillación, el hambre y la desesperación que vivieron las mujeres
berlinesas durante la ocupación rusa, sometidas, violadas sistemáticamente y
avergonzadas, que se encerraron en sus silencios para poder sobrevivir. Del
mismo modo que, a veces, en esas miradas ancianas que aún se puede uno encontrar
en una esquina, me parece reconocer al “Buen Alemán” de Joseph Kanon que habitó
entre las casas desventradas y la ruina humana que dejaron los bombardeos. Y
puedo sentir el acero del miedo descrito en el paisaje fantasmal de la Guerra
Fría en “El espía que surgió del frío” de John Lecarré. Y la incomprensión, el
recelo y hasta la exclusión de los huidos de la
RDA en la “Zona de tránsito” descrita por Julia Frank.
Delicioso es, en cambio, el paseo a través de la novela (infantil-juvenil) “Emilio
y los detectives” de Erich Kästner en la que su protagonista recorre estas
calles en busca del ladrón que le robó ciento cuarenta marcos durante un
descuido, en el tren que le llevaba hasta la capital. Y emocional y
sorprendente es la visión de Ingo Schulze asomado a su “Avenida del sol”, desde
la que nos describe la extraña esquizofrenia de la ciudad fracturada en la que
los niños aceptaban con normalidad que su calle estuviese interrumpida por una
empalizada inabarcable que los separaba del resto del mundo, una empalizada a
través de la que llegaban los sonidos y los olores y sobre la que se
desplazaban las nubes y los pájaros en libertad, incapaz de detener la lluvia y
el sol que bañaba por igual a las dos “Alemanias”. Pero tampoco puedo olvidarme,
en este recorrido personal, del delirante relato de Vermes Timur en el que propone
la vuelta a la vida, en pleno siglo XXI, de un Hitler que encuentra en las
nuevas tecnologías y en la inocencia de la gente que le rodea, un campo nuevo
para volver a tomar el poder entre sobreentendidos y confusiones hilarantes que
sirven de autocrítica y análisis del mundo actual.
Desde luego, es imposible enumerar a todos los autores que vivieron (y
viven) aquí y que a veces usan la ciudad como telón de fondo, casi accidental, de
sus textos, como Cees Nooteboom que recopila en “Noticias de Berlín” las
crónicas que fue escribiendo en sus diferentes estancias en la ciudad y que son
un verdadero documento histórico del último cuarto del siglo XX. O que la viven
y la incorporan a sus vidas como Christa Wolf, Imre Kertés, Herta Müller, Julio
Llamazares, Carlos Cerda o yo misma, que he sentido su aguijón y he escrito (y
sigo escribiendo) textos ambientados en ella, entre los que se encuentran algunos
de los relatos que aparecen en mi último libro “Papel, papel y tinta” de la
Editorial Talentura como “Historia de un sillón”, en el que un mensaje atraviesa
el tiempo y el espacio para llegar, de la mano de una desconocida, hasta su
destinatario; “Abrazos robados”, en el que amor y la esperanza viajan en forma
de palabras; a los que les suceden otros muchos como “Sekura Fabrik”, “La
vendedora de periódicos” o “Despertar de la pesadilla” impregnados por la
atmósfera particularísima de esta urbe única.
En definitiva creo que se puede decir que Berlín es, hoy en día, la ciudad
más inspiradora y viva que conozco. Muchos son los que ya la denominan la “Nueva
York” europea, aunque no pocos de los que vivieron la caída del muro y su
resurgir comienzan a sentirse decepcionados de la evolución de esta “última
isla” que poco a poco va transformándose en una megalópolis moderna, despiadada
y anónima, como cualquier otra.
Paloma Ulloa
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