miércoles, 23 de noviembre de 2016

Un paseo literario por Berlín


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He vivido, caminado, sentido, olfateado y transitado Berlín como quien se siente arrastrado por una inspiración que no es capaz de identificar físicamente. He explorado sus museos, sus calles, sus  cafés, sus librerías, sus parques y sus memoriales, palpándolos como un ciego que intentase comprender la forma exacta de un rostro; y he seguido el rastro de todos los idiomas que vomita la ciudad con la intención de construir un edificio de imágenes escritas que me permitiesen traducirla en una geografía inteligible de palabras. Porque de palabras, de libros y de historias está hecha y quizá por eso se multiplican los lugares de encuentro en los que la literatura es el centro de todo, desde el romántico palacete de la Im Literatur haus, rodeada por su coqueto jardín rumoroso que lo aísla del tráfico de la cercana Ku’damm, al Literaturisches colloquium Berlín, recogido en mitad del enigmático e intrincado bosque del Wannsee.

Pero la sucesión de convocatorias en las que la narración escrita es la protagonista absoluta se encarna un calendario intensísimo que comienza con la baliza del Festival Internacional de literatura y continua con un sinfín de presentaciones de libros y lecturas que se programan en librerías de todo tamaño y condición, en locales con vocación noctámbula y hasta en apartamentos privados.

Es imposible pasear por aquí sin escuchar la lúcida y alcoholizada voz de Joseph Roth, en sus “Crónicas berlinesas” (1921 a 1933), que extiende ante nuestros ojos la ciudad activa y mestiza de los años de entre guerras, la miseria, la industria, el tránsito constante de coches grandes y negros como insectos formidables, el primer semáforo que se instaló en Europa, y aquellos tranvías atestados de obreros y oficinistas ignorantes del futuro que llegaría, casi de inmediato, descerrajando sus vidas para siempre.

Pero también me acompaña el desheredado Franz Biberkopf en su viaje por el horizonte crepuscular de los años veinte de “Berlín Alexanderplatz” con cuyo callejero inestimable he reconstruido la urbe moderna que ha crecido sobre su carne entumecida con raíces de piedra y acero. Y, tal vez, con Marta Hillers y su “Una mujer en Berlín” he entendido algo mejor este presente que tiene su origen en la humillación, el hambre y la desesperación que vivieron las mujeres berlinesas durante la ocupación rusa, sometidas, violadas sistemáticamente y avergonzadas, que se encerraron en sus silencios para poder sobrevivir. Del mismo modo que, a veces, en esas miradas ancianas que aún se puede uno encontrar en una esquina, me parece reconocer al “Buen Alemán” de Joseph Kanon que habitó entre las casas desventradas y la ruina humana que dejaron los bombardeos. Y puedo sentir el acero del miedo descrito en el paisaje fantasmal de la Guerra Fría en “El espía que surgió del frío” de John Lecarré. Y la incomprensión, el recelo y hasta la exclusión de los huidos de la  RDA en la “Zona de tránsito” descrita por Julia Frank.

Delicioso es, en cambio, el paseo a través de la novela (infantil-juvenil) “Emilio y los detectives” de Erich Kästner en la que su protagonista recorre estas calles en busca del ladrón que le robó ciento cuarenta marcos durante un descuido, en el tren que le llevaba hasta la capital. Y emocional y sorprendente es la visión de Ingo Schulze asomado a su “Avenida del sol”, desde la que nos describe la extraña esquizofrenia de la ciudad fracturada en la que los niños aceptaban con normalidad que su calle estuviese interrumpida por una empalizada inabarcable que los separaba del resto del mundo, una empalizada a través de la que llegaban los sonidos y los olores y sobre la que se desplazaban las nubes y los pájaros en libertad, incapaz de detener la lluvia y el sol que bañaba por igual a las dos “Alemanias”. Pero tampoco puedo olvidarme, en este recorrido personal, del delirante relato de Vermes Timur en el que propone la vuelta a la vida, en pleno siglo XXI, de un Hitler que encuentra en las nuevas tecnologías y en la inocencia de la gente que le rodea, un campo nuevo para volver a tomar el poder entre sobreentendidos y confusiones hilarantes que sirven de autocrítica y análisis del mundo actual.

Desde luego, es imposible enumerar a todos los autores que vivieron (y viven) aquí y que a veces usan la ciudad como telón de fondo, casi accidental, de sus textos, como Cees Nooteboom que recopila en “Noticias de Berlín” las crónicas que fue escribiendo en sus diferentes estancias en la ciudad y que son un verdadero documento histórico del último cuarto del siglo XX. O que la viven y la incorporan a sus vidas como Christa Wolf, Imre Kertés, Herta Müller, Julio Llamazares, Carlos Cerda o yo misma, que he sentido su aguijón y he escrito (y sigo escribiendo) textos ambientados en ella, entre los que se encuentran algunos de los relatos que aparecen en mi último libro “Papel, papel y tinta” de la Editorial Talentura como “Historia de un sillón”, en el que un mensaje atraviesa el tiempo y el espacio para llegar, de la mano de una desconocida, hasta su destinatario; “Abrazos robados”, en el que amor y la esperanza viajan en forma de palabras; a los que les suceden otros muchos como “Sekura Fabrik”, “La vendedora de periódicos” o “Despertar de la pesadilla” impregnados por la atmósfera particularísima de esta urbe única.

En definitiva creo que se puede decir que Berlín es, hoy en día, la ciudad más inspiradora y viva que conozco. Muchos son los que ya la denominan la “Nueva York” europea, aunque no pocos de los que vivieron la caída del muro y su resurgir comienzan a sentirse decepcionados de la evolución de esta “última isla” que poco a poco va transformándose en una megalópolis moderna, despiadada y anónima, como cualquier otra.

Paloma Ulloa



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