Durante meses hemos sido sometidos a esa
insoportable exposición partidista de las palabras (cada una de ellas con su
carga negativa y manipuladora), hasta desgastarlas y vaciarlas de cualquier
contenido.
Todos, políticos, grupos mediáticos y
ciudadanos, nos hemos mecido entre discursos en los que se aireaban ideas
atroces que tenía el poder de acusar al contrincante de ser “populista”, “fascista”
y hasta “nazi”, sin que fuésemos plenamente conscientes del juego nocivo en el
que estábamos sumidos. No importaba realmente el efecto sobre los oyentes,
lectores o telespectadores, lo único importante era arrastrar a la mayor
cantidad posible de personas hacia una u otra posición. Los que no opinaban
como nosotros era “populistas”, los medios de comunicación que se postulaban descaradamente por una u otra opción usaban
ese maniqueísmo ramplón sin analizar las consecuencias de sus actos: el
desgarro social, el enfrentamiento ideológico, o más que ideológico, visceral,
que tal bombardeo provoca en las personas, a sabiendas de que la política
contemporánea raramente permite que se adopten decisiones extremas.
Nada importa, una vez conseguido el
objetivo ya habrá tiempo de desdecirse, de matizar, de buscar la negociación,
de curar las heridas. Pero no siempre se puede calmar el escozor violento que
se despierta en la gente desesperada, en la gente que cree tener “razón”, en
los que elevan sus banderas porque es lo único que les queda o porque defienden
el castillo de sus intereses.
Si nos hubiésemos podido ver desde el
pasado a través de un telescopio temporal, seguramente nos habríamos
horrorizado del simplismo al que ha llegado la política mundial, la inmadurez,
la falta de miras, la zafiedad de los discursos, la brutalidad propagandística
y hasta la impunidad con la que se defiende esto y lo contrario unos días más
tarde. La ética y la moral, en el sentido más puro de estas palabras, no valen
nada. Si hay que desenterrar a las víctimas o hay que elevar a
los púlpitos a falsos mártires, se hace sin pudor, sin sonrojo, con la
connivencia y el beneplácito de los aplausos propios, porque las críticas
ajenas no llegan a atravesar la cruda barrera fangosa de los adeptos. Se acallan
con gritos y soflamas las voces conciliadoras, los discursos lúcidos y moderados, y se expone a la población a una polarización insana que
traerá, inevitablemente, consecuencias inesperadas, porque despierta
sentimientos que están mucho más allá de la lógica o la razón.
Es desmoralizador ver que nosotros, herederos
de los horrores de los que fue testigo el siglo XX, de los que tanto se ha
hablado y tanto se han analizado, comenzamos a sentir a nuestro alrededor un
tufo insano de nostalgia que poco o nada tiene que ver con la realidad que nos
concierne. Si no despertamos pronto de este sueño enfermizo, es muy posible que
vuelva a desencadenarse la pesadilla.
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