Hace unos días me tropecé con
esta frase de Antón Chéjov: “La felicidad no existe. Lo único que existe es el
deseo de ser feliz”.
¿Existe realmente la felicidad
y, si existe, qué es, una inyección de endorfinas que provoca el cerebro en un
instante, el resultado de una pura reacción fisiológica a un estímulo o una
comprensión racional de la excepcionalidad gloriosa de un momento único, una
voluntad de no dejarse arrastrar por la angustia, el miedo y las presiones del
entorno? ¿Se puede ser feliz sin haberlo deseado? ¿Puede ser feliz alguien que
no sea capaz de desinhibirse para entretenerse durante unos segundos siquiera
en la belleza de un rayo de sol atravesando la bruma o en el placer de
compartir una conversación y una caricia con las personas amadas?
¿Es la felicidad un concepto
inalcanzable? ¿O por el contrario es una emoción tan fugaz que uno no es
consciente de haber sido feliz hasta que el instante en el que lo sintió ya
forma parte del pasado de forma irrecuperable?
Yo sí creo en la felicidad y
más que en ella, en la voluntad irreductible de ser feliz, de disfrutar cada
uno de los girones que se desprenden involuntariamente de la vida y que
iluminan nuestro recorrido. Se puede sentir esa felicidad en la mirada de un
niño, en una palabra amable, en la celebración de un éxito, en el consuelo
recibido como consecuencia de un fracaso, en el deseo incuestionable de
encontrar momentos mejores, en no dejarse desfallecer por el abatimiento, y en
la memoria de los buenos momentos que todos, hasta el menos afortunado, hemos
logrado atesorar a lo largo de nuestra existencia.
Entonces ¿existe la felicidad?
Sí, en la medida en que uno desee experimentarla y no se deje arrastrar por el desaliento
que a todos nos atrae como un imán en algún momento de nuestras
vidas, es decir, en la medida en que deseemos ser felices.
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