Alegría era un
barrio oscuro y triste que se había quedado encerrado entre garras de hormigón
y vías de tren. Nadie paseaba por sus calles, los vecinos se arrastraban hasta
el interior húmedo de los portales mohosos como cucarachas huyendo del sol y
salían a escondidas, ocultando sus sombras a la luz. Los edificios, clavados en
encías descarnadas, habían sido, tiempo atrás, la envidia de la alta burguesía,
y ahora languidecían como triste testimonio de la decadencia de lo hermoso. A veces
una cornisa esculpida se desplomaba sobre la acera y allí se quedaba durante
días o semanas o hasta que la erosión la iba deshaciendo en arenas llevadas por
el viento.
Nadie quería
entrar en Alegría porque era el último refugio de los desheredados, los pobres,
los delincuentes, las putas y los desahuciados y, una vez dentro, ya sólo se
podía salir triturado por las miserables garras de la muerte. Pero una tarde
las excavadoras comenzaron a roer las aceras y arrancaron la mugre de piedra
del suelo. Del interior de sus nidos oscuros comenzaron a salir sombras
resignadas que se dispersaron ateridas hacia la oscuridad de los márgenes del
barrio en busca de otros nidos en los que desaparecer en silencio y desde donde
contemplar el trabajo laborioso de las grúas que levantaron un corazón de
hierro y cristal que mantuviese vivo el temor al dios financiero y cruel que
los había expulsado de su seno.
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