Es bien
sabido que los hombres importantes no creen en los Reyes Magos, no se lo pueden
permitir porque las decisiones que toman a diario ponen al descubierto las
debilidades más mezquinas del ser humano.
Luis Artero
era uno de esos hombres perdidos en la rápida sucesión de momentos y decisiones
que, acorazado detrás de su traje bien cortado, creía controlar el mundo desde
la atalaya de su despacho del piso treinta de un rascacielos con
ambiciones neoyorquinas. A menudo extendía la mirada sobe la chata ciudad
castellana y se sentía poderoso, ajeno a la suciedad de la existencia
corriente, a los embotellamientos matutinos, al olor asfixiante de las cañerías
del metro, a la aprensión de la pobreza.
Tal vez por
todo eso, aquella noche, víspera de Reyes, se metió en su amplia cama sólo,
como de costumbre, después de haber degustado manjares inconcebibles en su
restaurante favorito y de haber disfrutado de un masaje a domicilio que le
había hecho reconciliarse con todos los músculos tensionados de su cuerpo; vio
durante una media hora una cadena de televisión de pago y apagó la luz con
la tranquilidad de haber consumido limpia y satisfactoriamente, otro día de su
bien construida existencia.
El sueño le
llegó, como siempre, recubierto de una aterciopelada oscuridad en la que raras
veces se colaban las imágenes o las pesadillas. Durmió sin sobresaltos hasta
las tres de la madrugada, cuando un recuerdo se le coló inesperadamente, el eco
de un nombre en el que hacía mucho tiempo que no había vuelto a pensar: Álvaro.
Seguramente
habría olvidado rápidamente ese pequeño incidente si tras el nombre no hubiera
surgido la figura residual de una criatura llorosa y sucia, recién parida, que
pendía boca abajo de las manos nudosas de un médico que le daba la enhorabuena.
Una oleada molesta surgió de sus ojos empapándole las mejillas. Entre sueños
intentó contener esa efusión insana, revolviéndose en las sábanas.
Se esforzó
por reprimir de nuevo el recuerdo. Estaba furioso. Había logrado sobrevivir al
abandono de su hijo, había logrado construirse una muralla libre de la contaminante y molesta degeneración de las emociones y se sentía
traicionado por esa debilidad. Algo más tarde llegó la
tranquilizadora oscuridad y el silencio. Distendió su cuerpo de nuevo y se dejó
acariciar por la nada.
“Noche de
Reyes” oyó en alguna caverna invisible de su cerebro, y volvió a tensarse,
apretando fuertemente los párpados para no dejar que el
pasado pudiesen entrar de nuevo en él.
Su hijo se
había marchado sin dejarle una nota, ni una dirección, ni un mensaje. Había
dado un portazo después una desgarradora discusión sin sentido y nunca más
había vuelto a tener noticias suyas. Es verdad que tampoco intentó localizarle,
que no investigó, que se protegió en su orgullo, engrosando el caparazón de su
indiferencia con olvido, con trabajo y con lujosos caprichos que le iban
aislando cada vez más de la vida.
“Deberías
haber pedido un deseo, hoy es la noche de Reyes.” Escuchó la voz de su mujer
susurrándole al oído, como hacía habitualmente cuando su hijo dormía en la
pequeña habitación contigua y charlaban en voz baja para no despertarle.
“No,” gritó
furioso, empapado en sudor “tú estás muerta, tú fuiste la primera en abandonarme,
me dejaste sólo con aquella criatura balbuceante de la que no sabía apenas nada
y después, después creció y me odió y me dejó, como tú”.
“Hazlo,
deséalo, sólo tienes que pensar un segundo en ello y se cumplirá”. Oyó de nuevo
en su interior.
“Todo esto es
absurdo” se dijo “Los Reyes Magos no existen, las personas no cambian, los
deseos sólo se cumplen cuando se trabaja sin descanso y se dejan los
sentimentalismos a un lado.
“¡Quiero
despertar, quiero despertar!” Gritó mientras se sentaba violentamente en la
cama, apenas consciente. Jadeó durante unos segundos. La habitación en
penumbra, extremadamente austera, por un momento le pareció desconocida. Las
primera luces del amanecer comenzaban a pintar con tonos malvas y grises el
lejano horizonte que se colaba por la ventana.
Encendió la
luz y se puso en pié. Caminó hacia el cuarto de baño, se dio una ducha para
arrancarse el sudor de la piel. Detestaba la humedad maloliente del cuerpo
transpirado. El agua corrió por su pecho enjuto y relajó sus músculos de nuevo.
Era gratificante regresar a la calma ordenada de la vida real. Se secó y se cubrió
un albornoz antes de salir.
El sol ya
despuntaba abiertamente. El explosivo amanecer entró depositando los primeros
rayos sobre el mostrador de la cocina en el que había dejado la correspondencia la noche anterior. Preparó café, se sentó en el taburete y
barajó las cartas con el consabido aburrimiento de lo obvio: extractos
bancarios, promociones comerciales enmascaradas de cartas empresariales y dos
informes de la compañía de detectives con la que colaboraba habitualmente su firma.
“Nada extraordinario” estaba pensando, cuando un sobre algo más pequeño, asomó
de entre los otros.
Se detuvo un
instante antes de extender la mano. Sintió un estremecimiento. No sería la
primera vez que recibía anónimos o amenazas como consecuencia de sus
arriesgadas operaciones financieras que ponían en situaciones extremas a otras
compañías. Pero él no era un hombre que se lamentase o que se dejase doblegar
por el miedo, así que apartó el resto de los documentos y se enfrentó a la
carta con firmeza.
El remite
estaba escrito a mano, con una letra clara, lejanamente familiar. Se entretuvo
en observar el sello. Hacía mucho tiempo que no recibía una carta como las de
antes, con un sello y no con un timbre informatizado de una central de reparto. Se interesó por el remitente y tuvo la impresión de que
se le detenía el pulso:
Mr. Álvaro
Artero
Columbia
Heights 117
Brooklyn, NY
11201
USA
“Álvaro
Artero,” repitió como un autómata, “mi hijo”.
Le temblaron
las manos. Por un momento estuvo a punto de romper el sobre en pequeños
pedazos, olvidarse de haberlo visto, cerrar definitivamente ese doloroso
episodio de su vida, su único fracaso, y seguir adelante, pero le pudo la
curiosidad y quizá también el orgullo. En unas décimas de segundo imaginó que
su hijo le pedía disculpas, que se arrodillaba ante su magnánima bondad
solicitando ser admitido de nuevo en su vida, que podría imponerse a él y
dominarle como siempre había deseado y entonces, rasgó el sobre dispuesto a
destripar su contenido.
Notó el papel
de carta, meticulosamente doblado en cuatro, tiró de él y se dispuso a leer,
pero al sacarlo algo se deslizó y cayó sobre el mostrador suavemente. Era una
fotografía. En ella la mirada limpia de un bebé de unos nueve meses le sonreía
desde un lugar muy remoto, con los brazos alzados, como si le pidiese un
abrazo. Se quedó paralizado por la sorpresa. ¿Quién podría ser ese ser que se
alegraba mirando a su observador desconocido? Y sobre todo, qué esperaba de él.
Él nunca lo
admitiría, pero desdobló la carta con cierta ansiedad, tal vez hasta con algo
de esperanza y comenzó a leer atropelladamente. Le costaba comprender la letra
y también el mensaje, a veces releía una frase como si, pasando de nuevo sobre
ella, pudiese descubrir un mensaje cifrado, algo oculto que no era capaz de
captar a primera vista.
“Padre:
Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que
nos vimos y me ha costado encontrar tu nuevo domicilio, por él comprendo que te
han ido muy bien las cosas y eso me alegra. Te preguntarás, con razón, por qué
te envío una carta en vez de mandarte un correo electrónico que habría sido más
aséptico y, desde luego, más rápido y efectivo, pero lo que quiero decirte me
parece que, a través de una pantalla, no sería tan cálido y personal como
diciéndotelo sobre un papel escrito a mano.
Como podrás comprobar, cuando nos separamos, cambié
radicalmente el rumbo de mi vida y me encaminé hacia los Estados Unidos donde he
logrado tener más de lo que jamás pude imaginar, pero sobre todo, donde
encontré a una persona maravillosa con la que he
construido lo más maravilloso que se puede crear: vida. Hace apenas unos meses
tuvimos nuestro primer hijo, Jorge, del que te envío una fotografía. Él,
seguramente, ha sido el responsable de que te escriba esta carta porque, desde
que está junto a mí he comprendido lo difícil que debió ser para ti criarme
sólo y lo traicionado que debiste sentirte cuando me maché de aquella manera,
sin dejar rastro, abandonándote en tu torre de marfil.
Seguramente pensarás que esta carta te llega
demasiado tarde pero, aún así, quiero pedirte disculpas por lo que hice y por
lo que no hice, por enfrentarme a ti y por no volver a ponerme en contacto
contigo durante demasiado tiempo.
Deseo sinceramente que aún estemos a tiempo de reconciliarnos y que
vengas pronto a visitar a tu nieto, el hijo de tu hijo, lo antes posible.
Espero con ansiedad y con esperanza tu
contestación.
Te abraza,
Álvaro”
Las lágrimas
rodaron por sus secas mejillas como dos lenguas de lava, devorándole, calándole
hasta el alma. Sentía en la garganta una consistencia nudosa que le abrasaba y
que iba derritiéndole lentamente, deshaciendo sus defensas, cerrando sus abismos.
Dejó caer la
carta y tomó de nuevo la fotografía en sus manos. Aquella criatura se parecía a
su hijo cuando tenía la misma edad: el mismo brillo limpio en la mirada, la
alegría generosa en la sonrisa, el cabello ensortijado y luminoso. Casi sin darse
cuenta pasó su dedo índice por la mejilla satinada de la imagen y murmuró con
una sonrisa en los labios: “Así que es verdad que existen los Reyes Magos…”
Paloma Ulloa
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