Estoy confusa. Vivo convencida
de que estamos asistiendo a la Tercera Guerra Mundial contra un estado que “no
existe” y que se enfrenta a nosotros con guerrillas suicidas que nos golpean
por cualquier flanco sin que seamos capaces de defendernos.
Contemplo totalmente sobrecogida
la impotencia de Bélgica, tomada por el ejército, convertida en el
supermercado armamentístico de Europa y sorprendida de ser un nido de
integristas que van y vienen de Siria como quien se da un paseo por el parque.
Estoy tan confusa que yo misma
me debato entre el convencimiento de que más bombardeos sobre ese “Estado
Islámico” sólo sirven para crear más extremismo y para masacrar a una población
civil que malvive colonizada por fanáticos y amenazada por los no menos fanáticos
“liberadores occidentales”; y el miedo que me lleva a pensar que no nos podemos
quedar de brazos cruzados mientras el terror amenaza nuestra supervivencia con
más virulencia cada día.
Pero lo que más me revuelve es
que, en medio del terremoto emocional que han supuesto los últimos atentados de
París, la Unión Europea parece retorcerse en su propia impotencia, incapaz de
dar un mensaje único e inequívoco: Francia exige ayuda militar, Alemania se
esconde en un silencio incomprensible, Bélgica gira sobre sí misma como un
perro intentando cazarse la cola y España sobrevive en la indefinición
electoral, para evitar que un mal paso pueda hacer volar los votos en la
dirección equivocada. Si a todo esto le añadimos el papel de superhéroe que se
está arrogando Putin y el poder que los aterrados países europeos le estamos
dando al reyezuelo turco para evitar que los molestos refugiados sirios lleguen
hasta nuestras fronteras, parece que nos encontremos ante un vodevil de tercera
categoría en el que los actores no se saben su papel y el maquillaje no cubre
bien la barba de la primera actriz.
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