Arvikis
Vuelvo una y otra vez a ese autobús, a esa mañana de mayo en
la que el sol jugaba a esconderse pudorosamente entre las nubes después de
haber atravesado con sus rayos las verdes hojas membranosas de los árboles.
Recuerdo perfectamente que en ese instante fui consciente de que estaba siendo
feliz. Era el dueño absoluto de mi tiempo y la vida se extendía ante mí como
una página en blanco. Había terminado exitosamente mis estudios, recibía
ofertas de trabajo, ningún problema ensombrecía mi horizonte y, sin embargo, poco después de llegar a mi parada la vida me estalló en
la cara y me arrastró con ella hacia un infierno que nunca había imaginado.
Desde entonces vuelvo una y otra vez a aquel autobús que
atravesó la avenida veinte años atrás, cuando todo era hermoso, cuando fui
capaz de capturar, casi sin esfuerzo, uno de esos momentos de felicidad que a
veces nos regala la vida y que suelen pasar inadvertidos para nuestra
consciencia, e intento corregir las pequeñas desviaciones, los errores de la
memoria y del destino. Hilvano nuevos presentes desde ese pasado, rehago
caminos, tomo decisiones, construyo familias, cambio de trabajo, compro una
vivienda nueva y después me corrijo a mí mimo y decido alquilar un rincón rumoroso
del barrio viejo desde el que puedo sentir el grosor de la historia y el olor
de la madera bajo mis pies.
Hoy también es 27 de mayo, el sol esquivo juega a acariciar
los árboles del jardín que rodea la residencia. Los visitantes caminan con
prisa, inconscientes de su poder, de su libertad, de su independencia, mientras
yo los observo desde esta ventana ante la que me sientan, cada mañana, para que
entretenga mi inmovilidad y mi silencio, mientras se mueven a mi espalda,
limpiando mi cuarto y ordenando mi cama, en la que pasaré el resto del día, sin
moverme, sin hablar, sin poder comunicarme.
Hoy construiré una familia nueva, sentiré el pálpito de la vida bajo la piel tensa del vientre de mi esposa y después tomaré en mis brazos a esa criatura recién nacida y le daré un nombre y sentiré la angustia de ser padre y el orgullo de ser padre y la extrañeza de ser abuelo. Y después volveré a meditar, como siempre, en lo estúpidos que podemos llegar a ser los hombres. Si tan sólo
hubiera comprendido que vivimos encerrados en el interior de estos cuerpos frágiles e imperfectos, si me hubiera detenido un segundo más sobre la acera, si hubiera reflexionado un instante, jamás habría cruzado la calzada sin mirar para no
llegar tarde a aquella cita.
Paloma Ulloa
1 comentario:
Palomita.- GENIAL
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