Magritte
Se sentía cansado de la adulación roñosa de los que le
rodeaban, de la repetición interminable de las mismas frases, los mismos
gestos, la misma sonrisa pretendidamente humilde que escondía un rictus abúlico
y burlón.
Se sentía cansado de tener que esconder las canas de las
sienes para fingir una juventud que tiempo atrás lo había abandonado, y de
ensayar ante el espejo, a solas, a menudo acompañado de una copa de vino
hurtada a la mirada inquisitiva de la esposa, el saludo perfecto, la inclinación
adecuada con que alabar a quienes le alababan.
Se sentía cansado de vivir la misma farsa día a día,
envuelto en su indolencia de hombre afortunado, de creador feraz y diligente,
de ciudadano universal que atraviesa las fronteras de los países y de los universos
como quien traspasa una puerta, cuando en verdad cada viaje era un paso hacia
el vacío que le dejaba agotado e indefenso.
Y sobre todo se sentía cansado de aquel invierno largo y
pendenciero que iba calándole en los huesos con la humedad mortificante que el
viento arrastra por las calles añorantes del antiguo esplendor ahora
empobrecido.
Titiló la luz del camerino y salió por el pasillo angosto a
tomar de nuevo su puesto ante la escena. Escuchó los aplausos encendidos y el
silencio expectante, pero el calambre
que siempre le empujaba hacia la luz esta vez no se produjo y salió ante
la gente con el estómago vacío, la mirada plana y una dicción que era un
enumeración más que un fraseo.
El público permaneció petrificado y refractario. Una
corriente fría arrasaba el patio de butacas y llegó hasta él robándole la voz.
Se dio la vuelta y salió del teatro dejando a su espalda un rumor de mar
embravecido que sólo fue cediendo con la distancia y el viento helado de la
avenida desierta y empapada por la noche y por la lluvia.
Paloma Ulloa
Paloma Ulloa
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